RETAZOS DE PAPEL
Hace un par de fines de semana, acudí a una ciudad del norte de España a recibir un premio de relato. Por cuestiones de horarios de tren, me encontré con unas cuantas horas libres el domingo, y aunque mi intención primera fue visitar la población, resultó que el museo de la catedral estaba cerrado y el intenso frío apagó mis deseos de callejear. Me refugié, por tanto, en una cafetería, a esperar a que llegara la hora de salida de mi tren. Llevaba, como siempre, un libro en el bolso, pero decidí aprovechar esos inesperados minutos sobrantes para ponerme a escribir. Curiosa desazón la del literato moderno, cuando se encuentra con tiempo disponible, ganas e ideas, pero lejos de su amigo el ordenador. La solución está clara: hay que recuperar por unos instantes la relación con un amigo olvidado.
Siempre llevo papel en el bolso. Se trata de un cuaderno de tamaño pequeño, que en cuanto empieza a quedarse sin espacio libre sustituyo por otro, por miedo a que se me agote en un momento de necesidad. Suelo además hacer acopio de los blocs de notas que los hoteles dejan en la mesilla para el viajero ansioso de expresarse por escrito, y esta vez no había sido una excepción. Aun así, en cuanto empecé a emborronar líneas, con sus inevitables rectificaciones, tachaduras y párrafos intercalados, me di cuenta de que quince o veinte páginas de aquellos cuadernitos no eran nada cuando se disponía de casi tres horas para escribir. Empecé por tanto a moderar mis impulsos, a disminuir el tamaño de la letra, a reflexionar más con el fin de evitar errores. Aun así, las hojas, que se me antojaban cada vez más pequeñas, iban cayendo a buen ritmo en acto de servicio, totalmente cubiertas de signos en tinta azul. La idea de quedarme sin papel comenzó a angustiarme. Estaba ya mirando con ansiedad las servilletas dispuestas en soportes metálicos sobre la barra de la cafetería, cuando me acordé de una historia que oí en la radio hace un par de años.
El pintor mexicano Martín Ramírez, que nació a finales del siglo XIX y murió en la década de los sesenta del XX, tenía una personalidad frágil y complicada, que le llevó a pasar más de treinta años ingresado en instituciones para enfermos mentales en Estados Unidos, adonde había emigrado de joven. En su encierro, el principal entretenimiento de este hombre que nunca había estudiado arte y que había trabajado como granjero y ferroviario fue pintar. Y su principal problema, conseguir material sobre el que hacerlo. Cuentan que reunía cuantos pedacitos de papel encontraba, por mínimos que fueran, y que luego los juntaba para fabricar sus láminas. Usaba como pegamento cualquier sustancia pegajosa a su alcance, incluso aquellas que habrían desanimado a otro más escrupuloso o menos necesitado. Porque estaba claro que este paciente diagnosticado de esquizofrenia y al que se tuvo por sordomudo necesitaba por encima de todo expresarse. Y lo hizo incansablemente, durante treinta años, gracias a esas hojas de papel de fabricación casera y dudosa higiene. Sobre esas superficies irregulares e imperfectas, Martín Ramírez creó extraños animales híbridos, construcciones y paisajes laberínticos, misteriosos vehículos que se adentran en túneles; un universo alucinante que era tal vez reflejo de su atormentado mundo interior y, con toda seguridad, de una imaginación portentosa.
Medio siglo después de su muerte, resulta que este pobre loco que murió de tuberculosis en un hospital de California se ha convertido en un artista de culto. En 2007, el American Folk Art Museum de Nueva York le dedicó una retrospectiva que hizo correr ríos de tinta en la prensa. Hace dos años, el Reina Sofía de Madrid expuso una selección de sus obras, que ahora lamento mucho haberme perdido. Al parecer, Martín Ramírez llegó a crear un número elevadísimo de cuadros, pero muchos de ellos fueron quemados por los empleados del hospital, porque el artista usaba para dar cohesión al papel una amalgama que incluía saliva, con el consiguiente riesgo de contagio de la tuberculosis. Gracias al apoyo del doctor finlandés Tarmo Pasto, interesado en la relación entre arte y desequilibrio mental, un conjunto importante de las obras de Martín Ramírez ha llegado hasta nosotros, y nos ha puesto en contacto con las extrañas criaturas que poblaban la mente de este hombre que no pronunció una palabra durante treinta años y que solo era capaz de comunicarse con sus semejantes trazando figuras y paisajes sobre los fragmentos de papel que, con paciencia infinita, iba juntando. El proceso de creación, en su caso, empezaba mucho antes que el acto de dibujar.
Me fascina la capacidad de comunicarse a través de la escritura, de la pintura, del arte en general. Y la envidio. Porque soy una de las muchas personas que vivimos gracias a los que vosotros creais. Pero no sabes cuánto lo agradezco por lo mucho que me hacen gozar. Y sobre todo la escritura, la literatura. Entiendo perfectamente la angustia por no tener dónde escribir, porque yo la siento cuando, por descuido, me encuentro en una situación de espera sin nada para leer. De esto ya hemos hablado, de la angustia de tener tiempo y nada entre las manos. Quiero leer tu cuento. Lola
ResponderEliminarPues sí, Lola, formamos un grupo muy amplio los que no somos capaces de afrontar una sala de espera o un viaje sin llevar un libro como compañero. A mí la perspectiva de un simple trayecto en metro sin unas páginas en las que sumergirme me produce una extraña angustia. ¿Será que evito el contacto con la gente que me rodea en el vagón, y lo sustituyo por la comunicación con el autor de la obra que estoy leyendo? Tal vez debería crear una sección especial en mis estanterías con los libros que han llegado a mis manos de forma inesperada, cazados al vuelo en una librería de aeropuerto o en un quiosco de estación, porque la idea de viajar sin compañía me resultaba insoportable.
EliminarQué historia tan dura la de este hombre. Da esperanza, a la vez, pensar que el ser humano busca y encuentra la forma de comunicarse, en cualquier circunstancia. Precisamente ayer estaba leyendo "Ciudad de Cristal" y también Auster reflexiona a través de sus personajes con las posibilidades del lenguaje, con las formas de comunicación que se pueden ir quedando obsoletas y hay que buscar otras.Ya me contarás cosas de este libro, Bea, de tu visión sobre él. Qué razón tiene Lola, cuánto más grande es todo gracias a vosotros, los escritores. A ver si coincidimos un ratito, por cortito que sea. Feliz fin de semana.
ResponderEliminarMi recuerdo de "La trilogía de Nueva York" es el de un viaje absorbente que era incapaz de interrumpir: cada nueva historia era más complicada que la anterior, más oscura e indescifrable, pero yo no podía parar de leer. Si no recuerdo mal, esa reflexión que dices sobre las posibilidades del lenguaje y las formas de comunicación llega a afectar a las propias bases de la novela, cuya concepción tradicional se encarga Auster de dinamitar a medida que desfilan las tres historias. Ya me irás contando tus impresiones, Confidente fiel. Tal vez esta sea una buena excusa para una relectura.
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