INSTRUCCIONES PARA VIVIR

Hace unos días oí por la radio una noticia que me llamó poderosamente la atención: a los funcionarios recién incorporados a su trabajo en el Ayuntamiento de Madrid se les suministran unos planos para que puedan orientarse por el laberíntico Palacio de Telecomunicaciones, y sean así más cortos y efectivos sus desplazamientos de despacho a despacho, o sus incursiones a la cafetería o los servicios. De inmediato, acudió a mi mente un libro leído hace poco, El Palacio de los Sueños de Ismaíl Kadaré, en el que el protagonista se pierde una y otra vez en sus evoluciones por el Tabir Saray, nombre turco del edificio que da título a la novela.

El Palacio de los Sueños cuenta la historia de Mark-Alem desde su primer día de trabajo en una institución destinada a recopilar, clasificar e interpretar los sueños de todos los súbditos del Imperio Otomano, con el fin de encontrar aquellos que supongan una amenaza al poder del Sultán. El edificio en el que transcurre el misterioso trabajo de los cientos de funcionarios encargados de tan trascendental tarea parece él mismo extraído de una pesadilla: larguísimos pasillos, corredores intrincados, escaleras que no conducen dos veces al mismo lugar, ruido de misteriosos pasos que se pierden en lontananza y que no parecen responder a una causa humana, y de repente, la visión fugaz de una enigmática comitiva de personajes que desfilan portando un ataúd. Como no podía ser menos dada la ideología de su autor, la novela se suele interpretar como una metáfora demoledora del poder opresor de la dictadura y de su afán por controlar hasta el último resquicio de los pensamientos e iniciativas del pueblo. Pero hay algo más en esta novela terrible, una interpretación más amplia que nos engloba a todos, nacidos o no con la libertad de pensar.

Mark-Alem es un héroe desconcertado, como lo son tan a menudo los grandes personajes de la narrativa del XX. No comprende por qué lo han admitido con tanta facilidad en el Palacio de los Sueños, no encuentra el camino hasta su despacho, se pierde sistemáticamente por los pasillos enrevesados, debe consultar a personas con las que se cruza y cuya identidad y puesto en el escalafón desconoce. Y lo que es más grave: no tiene las claves de su trabajo de interpretador de sueños, no sabe cómo abordar esa tarea que se le antoja fundamental y misteriosa, porque nadie le ha enseñado a llevarla a cabo. Ignora, en definitiva, lo que se espera de él. Leyendo la novela tuve la impresión de que Kadaré plasmaba en ella toda la angustia del ser humano que no acierta a encontrar las razones de su presencia en el mundo, y que debe afrontar constantemente retos vitales –el paso a la edad adulta, el amor, el desengaño, el dolor, la paternidad, el paso del tiempo, la enfermedad, la muerte- para los que nadie le ha preparado. Esa sensación terrible que todos experimentamos en algún momento de que alguien se ha olvidado de suministrarnos las instrucciones para vivir.

Hace ya años leí un relato impactante de Julio Cortázar, incluido en su libro Todos los fuegos el fuego. El relato al que me refiero se titula Instrucciones para John Howell, y en él se narra la historia de un espectador de una obra de teatro que es invitado en el entreacto a incorporarse a la representación para sustituir a uno de los actores. El problema es que el protagonista en cuestión no conoce el texto de la obra, y se ve obligado a subir al escenario y a interpretar un papel sobre el que no sabe nada. Será por mis pinitos en el arte teatral, pero es un cuento que me afecta especialmente. De hecho, empieza igual que un sueño que tengo a menudo en el que antiguos compañeros de la farándula me requieren con urgencia para actuar en una función, sin atender a un obstáculo que a mí me parece insalvable y al que ellos no conceden importancia alguna: me están pidiendo que interprete una obra en la que participé hace muchos años y de la que, por más que me esfuerzo, no consigo recordar más que alguna frase aislada. Como en el cuento de Cortázar, nadie hace caso de mis protestas, y al ver que debo salir al escenario en cuestión de minutos, me afano angustiosamente por rescatar de mi cerebro el recuerdo de la trama, del orden de las escenas, del movimiento de los actores, de los parlamentos que en su día me supe de memoria. Pero a diferencia del protagonista de Cortázar, nunca llego a pisar las tablas: la propia angustia me expulsa del sueño y me hace despertar. Es tal vez lo que desearíamos poder hacer cuando frente a nosotros la vida despliega una situación para la que no estamos preparados, cuando nos obliga a navegar sin brújula, a deambular sin planos por un laberinto, a interpretar un papel que no hemos llegado a aprender.

Comentarios

  1. fijate aquí http://www.tuslibrosgratis.net/buscar/cortazar.html creo que esta el cuento que mencionas en tu articulo!

    saludos continua con el BLOG

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