ANDANZAS DE LA FERIA

A mí me enseñaron de niña que no se debía hablar bien de uno mismo, ni hacer alarde de los propios logros. Era algo inadmisible, igual que tirar comida o que inventar una excusa relativa a la mala salud de algún familiar. Había, por tanto, que huir como del diablo de la presunción y del autobombo e instalarse en el terreno de la humildad. Qué duda cabe de que en esto las monjas hicieron muy bien su labor, y que yo me lo creí religiosamente (me parece que es lo único que he hecho religiosamente en toda mi vida). Por eso, en memoria de aquellas esforzadas monjitas de mi infancia, jamás habría escrito una entrada como la de hoy, de no ser por las cosas curiosas que uno contempla cuando se mira el mundo desde detrás del mostrador de una caseta de la Feria del Libro.

No voy a hablar de los encuentros con amigos y conocidos que pasaron por allí, algunos tras mucho tiempo de ausencia, y que se marcharon con mi pequeña novela dedicada. Cada uno de ellos sabe la ilusión que me hizo verlos y lo que agradecí su presencia. Me voy a referir a esa galería de rostros anónimos que desfilaban frente al mostrador y que conformaban ese desazonante y a la vez esperanzador horizonte de los lectores en potencia: llegaban, se detenían, paseaban la mirada sobre los libros expuestos y finalmente elegían uno para hojearlo. Con frecuencia no era el mío, y podía relajarme. En ocasiones me tomaban por una vendedora, y me hacían consultas o me pedían que les cobrara. Pero a veces sucedía el milagro, y un completo desconocido –desazonante y esperanzador lector en potencia- tomaba entre sus manos precisamente un ejemplar de mi novela. Lo que sucedía a partir de entonces era variado y digno de mención.

Algunos abrían el libro, leían la breve reseña del interior de la cubierta y lo volvían a dejar en su sitio. Meditaba yo sobre la necesidad de escribir reseñas más atrayentes, que impelieran al lector a hacerse, entre todos los libros de la Feria, precisamente con ese y con ninguno más, cuando una voz más bien destemplada me interpeló: “Y esto, ¿de qué va?”  Alcé la vista: una lectora en potencia, señalando la portada de mi novela. Ignoro si sabía que yo era la autora o si me tomaba por una librera, pero no me importó. Me aclaré la voz. “Es una historia de intriga”, expliqué, didáctica. “La historia de una mujer que descubre que sus sueños están habitados por otra persona”. Habría esperado que la potencial lectora hiciera algún comentario poco comprometedor, que me diera las gracias y dejara el libro en su sitio de nuevo, o –en el fondo, siempre existe esa chispa de esperanza- que sus ojos se iluminaran por el interés. Lo que no me esperaba en absoluto fue su reacción: torció el gesto en una expresión que me atrevería a calificar de asco, soltó el libro en su sitio y se alejó sin decir nada. Había fracasado estrepitosamente en mi primer intento de la tarde de persuadir a un lector.

La escena se repitió de forma parecida al poco rato. Estaba yo concentrada escribiendo una dedicatoria para una amiga cuando alguien formuló una pregunta semejante a la de la potencial compradora que se había dado a la fuga. Me quedé paralizada, con el bolígrafo en alto. Me di cuenta de que, curiosamente, la pregunta no iba dirigida a mí, sino a mi amiga, que estaba apoyada en una esquina del expositor. Decidí cederle la palabra, esperando que ella tuviera más fortuna. Lo curioso es que ella no ha leído aún la novela, pero no le faltó desenvoltura para dar una explicación similar a la que me había oído a mí. Comprobé que el problema no estaba en mi tono de voz, ni en nada que se desprendiera de mi persona, porque también esta vez la mujer que había hecho la consulta dejó el libro en su lugar y se alejó sin decir palabra. Nos miramos mi amiga y yo, desoladas. “A mí, una explicación así me provocaría curiosidad y ganas de seguir leyendo”, murmuré. “A mí también”, respondió ella, no sé si en aras de nuestra amistad.

Pero no todos los desconocidos fueron tan remisos. Hubo un hombre joven de ojos claros y luminosos que llegó en un momento de especial agitación. Estaba yo despidiendo a unos amigos, el vendedor me estaba consultando algo y, mientras, él esperaba allí a pie firme, con mi libro en la mano. Retrasé a propósito el encuentro unos instantes, para darme tiempo a rebuscar en mi memoria, porque había algo en aquel desconocido que me resultaba familiar. Me había parecido, además, que en el revuelo precedente le había oído dirigirse a mí diciendo: “Bea, ¿me lo firmas?” Fue inútil la búsqueda apresurada por los rincones de mi memoria. No le voy a echar la culpa a ese resfriado inoportuno que acude a hacerme compañía con frecuencia en los eventos de este tipo; mi memoria para los rostros es tan débil como es buena la que almacena títulos y nombres de autores. Me encaré al fin con el desconocido de ojos claros, esperando que se identificara al ver que no lo reconocía. No lo hizo. En lugar de ello, se limitó a decir: “Por favor, dedícaselo a Leticia”. No conozco a ninguna Leticia, y para los nombres tengo, de momento, estupenda memoria. Agaché la cabeza, avergonzada, buscando fórmulas para indagar la identidad de aquel visitante sin ofenderlo. No encontré ninguna. Tampoco él dio muestras de familiaridad; tal vez oírle dirigirse a mí con un diminutivo sí que había sido fruto del estado de confusión y de sordera que acompaña siempre a mis resfriados.

Dejo para el final algo que sucedió al principio, cuando todavía no había empezado oficialmente la firma de ejemplares (el cartel anunciador señalaba las siete como hora de comienzo, y yo estaba aún instalándome tras el mostrador). Un completo desconocido apareció frente a mí, tomó con decisión un ejemplar de mi novela y me lo tendió, diciendo: “¿Me la cobra, por favor?” Me quedé embobada mirándole; realmente, era un buen comienzo para la tarde. Le respondí: “Y si quiere, se la dedico, también”. El desconocido se sorprendió: no sabía de mi presencia allí, porque había pasado hacía un rato y el cartel no estaba puesto todavía. Me explicó que el título y el diseño de cubierta de mi novela le habían atraído poderosamente, y que había continuado su paseo por la Feria dándole vueltas a la idea de hacerse con ella a través de Internet, pero que al final se había dejado llevar por un impulso y había regresado a comprarla. Me contó que era también escritor, e indagó sobre mis publicaciones y los géneros que escribo. Yo le contestaba y escribía la dedicatoria a la vez, tan nerviosa que hasta dejé un imperdonable tachón que, espero, habrá sabido disculparme. Hay que comprenderme: acababa de encontrar a ese lector mágico con el que todo escritor sueña, el que se siente impelido a leer una obra nuestra con solo ver su título impreso en la cubierta. “Yo creo que los libros nos llaman”, me explicó antes de marcharse. Yo también lo creo. Pero no tenía aún la experiencia agradabilísima de que esa llamada la lanzara precisamente uno de los hijos de mi imaginación.

¿Anécdotas divertidas? Un par de ellas. El encargado de escribir el cartel del expositor, no sé si en su afán por ennoblecerme, había escrito mi nombre como “Beatriz de Olivenza”. Inevitablemente me acordé del segundo gran manco de nuestra literatura, que se hacía llamar “Don Ramón María de Valle-Inclán y Montenegro” porque eso de ser “Ramón Valle” a secas era poca cosa para tan egregio y estrafalario personaje. Y la otra, ya cuando me iba en compañía de unas amigas: era tarde, los libreros empezaban a recoger y el público a marcharse, y nos cruzamos en nuestra retirada con un barquillero vestido con el atuendo tradicional que se plantó frente a nosotras y voceó, con mucha sorna: “El barquillero ha estado vendiendo en la caseta número 36, pero ya ha vendido todo y se marcha”. Se me olvidaba: la megafonía llevaba toda la tarde pregonando la presencia de grandes escritores, dibujantes y figuras populares repartidas por las casetas. Estaban por allí Eduardo Mendoza, Forges y Almudena Grandes. Aparte del barquillero, claro.

Comentarios

  1. Estás guapísima en la foto. Son divertidas todas las anécdotas de la feria, incluso la de la señora que puso mala cara. Lo bueno es que a cada detalle de la realidad le sacas su lado novelesco. Contada por tí la realidad pasa a ser algo más que realidad. Bien claro me quedó cuando leí Sueños de Ada. Espero que haya muchas más ocasiones para ir a verte firmar cantidad de ejemplares, tantos como historias te quedan por imaginar y escribir.

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  2. Muchas gracias, Confidente fiel (por lo de la capacidad de trascender la realidad y también por tu comentario sobre la foto, que una no es del todo inmune a esas cuestiones superficiales). Lo cierto es que fue una tarde muy divertida, a pesar del resfriado que me llevé de acompañante. Espero que haya más ocasiones de firmar ejemplares y que puedas acudir. Hasta entonces, seguiremos compartiendo este espacio intangible.

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  3. Seguramente yo me hubiera hecho de un ejemplar de tu novela. Pensaba que sería lindo que después de cada entrada pudiera haber una especie de "me gusta" para todas esas personas que no nos atrevemos a comentar y que nos quedamos con las ganas de hacerte saber que disfrutamos de leerte.
    Angélica

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  4. Como verás, Angélica, te he hecho caso. A partir de ahora, puedes indicar que una entrada te gusta sin necesidad de hacer un comentario... aunque espero que eso no me prive del placer de leer tus palabras.

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