LECTURAS DE NOVIEMBRE (2024)

El «castillo de arena» al que hace alusión el título de esta novela de Seicho Matsumoto es el largo y laborioso proceso de resolución de un crimen llevado a cabo por el inspector Eitaro Imanishi, un hombre discreto y formal, trabajador hasta el extremo, sin pretensiones intelectuales y con una sola veleidad artística, la creación de haikus. Este tipo metódico que, a base de pensar y repensar, consigue realizar conexiones en las que nadie más ha reparado, se enfrenta a un asesinato cruel e inexplicable, el de un hombre de mediana edad que aparece con la cabeza destrozada a golpes en una estación de tren de un lugar donde no hay razón alguna para que esté. Matsumoto, el rey de la novela negra detallista y demorada, construye una trama de especial complejidad en la que el foco de atención se multiplica. Por un lado, seguimos las andanzas de Imanishi, acompañado por un colega, el joven y entusiasta Yoshimura, y por otro vamos presenciando retazos de vida protagonizados por veinteañeros vinculados a un colectivo de intelectuales destinados a renovar el ambiente cultural japonés, el grupo Nouveau. Esta estructura compleja exige una atención especial por parte del lector, que se siente partícipe de la laboriosa tarea de perseguir pistas esquivas y de ir levantando con ellas un entramado de hipótesis que amenaza con derrumbarse una y otra vez. Ya lo he comentado en alguna ocasión en este espacio: me encanta volver de vez en cuando a las novelas policíacas clásicas, previas al mundo de las comunicaciones inmediatas y la informática. He disfrutado por ello de forma especial acompañando a Imanishi y su compañero Yoshimura en sus desplazamientos, en su exploración de territorios alejados entre sí hasta los cuales llegan las ramificaciones de una trama criminal en apariencia incomprensible, en sus entrevistas con personajes diversos que les van iluminando —o a veces confundiendo— en su costosa tarea de atar cabos. Lo que en la novela actual se resuelve a golpe de teclado de ordenador, en este mundo remoto de los años sesenta del siglo pasado costaba incontables trayectos, llamadas telefónicas y encuentros en despachos y cafés. Me ha gustado de forma especial acompañar a la pareja de inspectores en sus largos trayectos en tren, contemplando al otro lado de la ventanilla paisajes que la oscuridad se traga y que devuelve a la mañana siguiente, en esos amaneceres incómodos pero llenos de belleza de los viajes nocturnos.      

Cada cierto tiempo lo hago: introduzco en el buscador de la biblioteca digital el nombre de una de mis editoriales favoritas y me dispongo a leer alguno de los títulos cuya sinopsis más me llame la atención. Así llegué a Andanzas del impresor Zollinger, sin conocimiento alguno sobre su autor, Pablo D’Ors, ni sobre lo que me podía encontrar en esta novela con título de raigambre clásica y desconcertante sonoridad alemana. Es de esta forma como más me gusta llegar a mis lecturas, sin ninguna idea previa. En este caso, el azar me ha recompensado con una historia maravillosa que, más que leído, he devorado. Los casi siete años de peregrinación del protagonista han pasado para mí en un suspiro. Andanzas del impresor Zollinger cuenta la historia de un hombre joven —pero no tanto como para no tener un plan claro sobre lo que será su vida— que a los veintisiete años decide ser impresor. El problema de esta vocación tardía es que dicha actividad ya está cubierta en la localidad donde vive por una familia que no está dispuesta a compartir su negocio y que con su hostilidad empuja al joven Zollinger al exilio. Comienza así una existencia nómada que pasa por distintos oficios o estados: ferroviario, soldado, ermitaño, empleado de correos, zapatero. Este personaje errabundo que parece extraído del folklore centroeuropeo tiene la extraordinaria cualidad de abordar sus sucesivas actividades con auténtica entrega. No hay tarea demasiado pequeña, no hay detalle que carezca de importancia para este individuo que, como afirma el narrador, lo emprende todo «con la solemnidad y sencillez propias de los grandes hombres a los que el mundo no conoce». Su extraordinaria percepción de la realidad le lleva a descubrir el amor en un mensaje rutinario que le dirige por teléfono cada mañana una compañera ferroviaria, a escuchar los sonidos que almacenan en su interior los árboles del bosque donde se refugia, a encontrar la belleza en la perfecta simetría con la que estampa un sello en su trabajo en correos. Este canto a la grandeza de lo insignificante ha supuesto todo un descubrimiento para mí. Busco información sobre su autor y descubro que Pablo D’Ors, aparte de nieto del insigne Eugenio, es un sacerdote católico que ha ejercido como evangelizador en Hispanoamérica. Ignoro si la peripecia de su peculiar aspirante a impresor tiene algún sentido evangélico, pero a mí, desde mi descreimiento, me ha llegado al alma (no es broma). Grandezas de la literatura.

Hasta ahora, el nombre de Kazuo Ishiguro estaba asociado en mi memoria de lectora a personajes melancólicos y contemplativos, embarcados en demoradas reflexiones sobre el pasado para explicar un presente no satisfactorio y reflejado sin estridencias, con un ritmo narrativo lento y una prosa exquisita. Todo en Ishiguro me sonaba a delicadeza, a nostalgia, a sutileza, a indagación en el tiempo perdido. Por eso me sorprendió saber de la existencia de Klara y el Sol, primera novela de Ishiguro después de obtener el premio Nobel, un relato de ciencia ficción cuyo título me atrajo de forma tan poderosa que sentí la imperiosa necesidad de descubrir su razón de ser. Klara y el Sol se sitúa en un futuro tan inmediato que casi tenemos la sensación (al menos esta lectora, no muy versada en adelantos tecnológicos) de que el novelista nos cuenta algo que está a punto de ocurrir o bien ocurriendo ya en algún rincón del mundo. Klara es una AA, una Amiga Artificial, especie de androide altamente desarrollado cuya misión es la de acompañar a un niño en una sociedad en la que las relaciones sociales se han visto notoriamente limitadas y constreñidas por rígidas normas. Los niños son sometidos a un proceso de «mejora» cuyas ventajas no se explicitan —Ishiguro es el rey de indeterminación—, pero que marca la diferencia entre los integrados y los ajenos al sistema. Josie es una de las afectadas por ese proceso, que provocó en su momento la muerte de su hermana mayor y que a ella le ha dejado serias secuelas de salud. Es enfermiza, débil, pero también voluntariosa y de ideas claras. Se enamora de Klara nada más verla en la tienda: es la AA que desea. La inteligente y sensible Klara, sorprendente narradora de esta historia, se traslada así a una casa que oculta secretos que se esforzará en interpretar con su cerebro artificial. Sobre esta base, Ishiguro crea una fábula rica y ambigua sobre las relaciones humanas, el paso de la infancia a la vida adulta, las relaciones familiares, el miedo a la pérdida, el significado del amor, la condición humana. Como siempre me sucede con las novelas de este autor, termino de leer Klara y el Sol con la impresión de que el escritor quiere decirme mucho más de lo que yo soy capaz de interpretar. Me encantan los autores que suponen un reto a mi capacidad lectora. Por cierto: me acabo de dar cuenta de que no he explicado la razón del sol que aparece en el título. Tendréis que leer la novela para averiguarlo.

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