FELICES COMPAÑÍAS

En la radio, las voces de los locutores destilan jovialidad. Cambio de emisora varias veces, pero los temas son similares en todas: el intenso tráfico de viajeros en aeropuertos y estaciones, los reencuentros familiares, el precio desorbitado de las viandas, el menú de la cena de Nochebuena. Me resigno a la inevitable trivialidad y me quedo escuchando un programa en el que se superponen las voces de varios encuestados que explican con quién van a pasar esa noche en la que no se concibe, al parecer, cenar en solitario. Frente al micrófono se produce un animado (al menos en apariencia) inventario de padres, hermanos, primos, familia política. Y, de pronto, una voz serena, la de una mujer a la que imagino de una edad más que madura, que dice: «Vamos a ser tres. Mi madre, mi perrita y yo». Sonrío al escucharla. Me parece, de todos los entrevistados, la que manifiesta una ilusión más auténtica. 

Las últimas compras me obligan a hacer una incursión en el centro de la ciudad. Salgo de casa a la hora más temprana que me permiten los horarios comerciales y compruebo con alivio que las masas compradoras aún no han tomado al asalto las tiendas, de modo que puedo acceder sin problema a dependientes y cajas de pago. Cuando termino, decido regresar andando Gran Vía abajo; la calle está animada, pero lejos aún de las riadas humanas que en breve dificultarán hacerse un hueco para caminar. Voy distraída pensando en mis tareas pendientes cuando capto una mirada clavada en mí, muy cerca de mi cara. Es alguien que, sorprendentemente, va mirando hacia atrás mientras desciende por la cuesta. Se trata de un perrillo que viaja metido en una mochila, en la espalda de su amo. Su cabeza emerge por un hueco de la cremallera y se va moviendo a un lado y a otro, siguiendo cuanto le llama la atención. Tiene los ojos muy vivos y una ausencia total de pedigrí: un perro feúcho y listo, mezcla de veinte razas, y por eso mismo único. El grupo que desciende la Gran Vía delante de mí tiene un tercer componente, una chica que, de cuando en cuando, le hace una caricia al pequeño viajero de la mochila. Decido que este singular trío se merece ser inmortalizado y me acoplo a su paso ligero, adoptando torpes estrategias de detective aficionada para que no noten que los estoy fotografiando con el móvil. Nuestros caminos se separan al fin en Plaza de España. Sonrío mientras los veo alejarse: este encantador grupo me parece el símbolo del calor ―humano y no humano― en el que tanto se insiste en estas fechas. Me acuerdo entonces de la señora de la radio y de ese otro trío, mixto también, de su cena de Nochebuena. Prosigo mi camino pensando que en esta época de alardes sociales, de reuniones multitudinarias y de ostentación de buenos deseos, estos grupos pequeños y entrañables me parecen la más feliz de las compañías.


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