CHICAS QUE SE QUIEREN
Hace unos días, un compañero que regresaba de poner
orden en una clase cuyo profesor se había retrasado, se cruzó conmigo y me
informó del estado de la cuestión. «Todo
tranquilo», me dijo. «Varios chavales
charlando, alguno de pie que ya se ha sentado y una pareja de chicas». Nos
miramos, sonrientes. Yo sabía perfectamente a lo que se refería. Nunca habíamos
hablado del tema, pero aun así comprendí que le hacía tan feliz como a mí la
presencia, en el aula al fondo del pasillo, de dos chicas que se toman de la
mano en el cambio de clase y se besan largamente, en medio de la indiferencia
cómplice de sus compañeros, si se da la afortunada circunstancia de que un
profesor se retrasa. Noté entonces que mi felicidad se empañaba un poco: había
acudido a mi mente una escena cuyo recuerdo me asalta de forma recurrente y que
yo incluiría entre los momentos de terror de mi infancia. Se la conté a mi
compañero y paso a narrarla a continuación.
No sé qué edad tendría yo: la suficiente como para
ir sola por el barrio, pero a la vez tan poca como para que los chicos
apostados en la puerta del colegio de la esquina me parecieran seres separados
de mí de forma tajante por la brecha del mundo adulto. Los que aquella mañana o
tarde ―no lo recuerdo― formaban un bullicioso grupo a la entrada del centro
masculino del barrio eran seis o siete; estaban reunidos junto a un coche
aparcado en la acera, apoyados algunos en el vehículo, como suelen hacerlo los
grupos de jóvenes, para horror de los propietarios. Yo avanzaba por la acera
contraria a este conjunto de chicos, a corta distancia de un viandante que me
precedía. Este era un hombre alto, muy moreno, vestido con una camisa de color
rosa. Caminaba de forma apresurada y decidida, moviendo los brazos con brío y
sujetando el bolso que llevaba colgado del hombro. Había en él algo que me
llamó la atención a pesar de mi corta edad: no sólo el hecho de que fuera
vestido de rosa ―color impensable para la indumentaria masculina en aquella
España de finales de la Dictadura― y de que llevara bolso, objeto asociado en
exclusiva a las madres en mi mentalidad infantil, sino su forma de andar
sinuosa, el movimiento curvo de sus caderas, el gesto femenino con que sus
brazos acompañaban su avance. Andaba yo absorta observándolo cuando el grupo
juvenil apostado frente al colegio se percató de su presencia y tuvo una
reacción unánime y sonora. Supongo que serían buenos chicos y no tendrían
conciencia del daño que causaban, supongo también que habían sido educados como
yo y que serían, tal vez, hermanos de mis vecinas y compañeras de clase; el
caso es que aquel grupo de muchachos cobró vida y, con fiereza inusitada,
acompañó el paso del hombre vestido de rosa con todo tipo de improperios. El
viandante continuó su camino sin inmutarse, con el firme bamboleo de sus
brazos. Vi desaparecer su figura rosa calle adelante, perseguida por los gritos
de “guapa” y las risotadas de los estudiantes. Yo había ralentizado el paso. Sentí
miedo, indignación e impotencia, y los sigo sintiendo al evocar la escena. Aquellos
chicos bien peinados y vestidos de uniforme deforman sus agradables rostros y
se desgañitan todavía en uno de los más siniestros recuerdos de mi infancia.
Pero volvamos a las chicas del aula del fondo, a
las que se pueden tomar de la mano y besarse sin levantar más tormenta a su
alrededor que la natural turbulencia, la revolución interior que causa
contemplar el amor juvenil. Pienso en todos los hombres de rosa que habrán
aguantado violencias e insultos para que ellas se amen con naturalidad y me
emociono. Estas chicas que se quieren son el bálsamo que me envía la vida en mi
edad adulta para curar una de las pesadillas de mi niñez.
Conocí tu blog por casualidad hace unos días al buscar información sobre uno de mis escritores favoritos, Murakami. Desde entonces he leído muchas de tus entradas,.. ¡¡Un blog fantástico!!
ResponderEliminarUn problema técnico me ha tenido desconectada durante meses de los comentarios que se dejaban en este blog. Hace un par de días, descubrí que varios lectores me habían escrito sus impresiones en distintas entradas y yo no las había podido leer. Siento haber dejado tus amables palabras sin contestación hasta ahora, anónimo visitante y amigo de Murakami. Sólo por esto último, ya tenemos mucho en común. Gracias por tu comentario.
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