LOS AMIGOS DE MURAKAMI

Todos los años por estas fechas me acuerdo de los amigos de Murakami.

A mí la imaginación me juega con frecuencia malas pasadas a la hora de recordar. Es una niña traviesa que juega a maquillar lo vivido, a añadir detalles a lo transmitido por otros, y el resultado es que evoco como reales historias que son en parte creación mía. Por eso pongo en cuarentena lo que voy a contar a continuación. No he encontrado rastro de ello en una red que hierve estos días a cuenta del eterno desencuentro entre el Premio Nobel de Literatura y el famoso novelista japonés. Pero lo curioso es que no me preocupa la veracidad del hecho: en caso de no ser cierto, me gustaría que lo fuera. Eso me basta para contarlo aquí.

Creo haber oído en cierta ocasión, creo que en la radio, que un grupo de amigos del escritor Haruki Murakami tiene desde hace años la costumbre de reunirse el día de la concesión del Premio Nobel de Literatura. Lo hacen pertrechados de una o varias ―ignoro el número de integrantes de este animoso grupo― botellas de champán. La intención es clara: si su amigo es por fin agraciado con el premio, así podrán ser los primeros en brindar por su triunfo.

Cuando oí esta historia, no estaba de moda especular con las posibilidades de Murakami de obtener el Nobel, ni mucho menos hacer incontables chascarrillos y juegos de ingenio a costa de su reiterado fracaso. Me pareció, pues, una historia encantadora y original. No recuerdo en absoluto ―si es que llegué a conocerlos― los detalles de semejante reunión, el lugar en el que se celebra ni el grado de intimidad entre sus participantes, pero mi imaginación ha funcionado durante todo este tiempo para crear una escena en la que amigos de la primera juventud del narrador, muy semejantes a los personajes desnortados que pueblan su obra, mantienen como único vínculo de unión entre ellos esa ceremonia anual que evita que se alejen unos de otros, llevados por la marea de la vida. Los amigos de Haruki, celebrando año tras año su breve reencuentro en torno a una botella de champán que no llegan a descorchar.

Quizá por eso, aunque Murakami se cuenta entre los escritores hacia los que siento un afecto especial (de los vivos, creo que sólo Paul Auster me inspira una semejante sensación de fraternidad), siento cierto alivio cada año cuando oigo el fallo de la Academia Sueca y compruebo que el escritor afortunado no es él. Porque, ¿qué haría ese grupo de antiguos colegas tras celebrar el triunfo de su amigo el escritor, después de brindar por fin y vaciar sus copas? Tendrían que regresar a sus vidas separadas, a sus trabajos y sus familias y sus destinos inconexos, sin razón alguna para ese reencuentro anual con el pasado. Pobres amigos de Murakami. Que se sigan reuniendo año tras año, aunque sólo sea en mi imaginación. 

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