LOS CUADROS DE JULIO (2012)

Las obras aparentemente menores de los grandes genios esconden con frecuencia tesoros de sabiduría. Al final de su vida, exiliado en Burdeos, Francisco de Goya dibuja este anciano que camina con dificultad apoyado en dos bastones y le otorga un título conciso e impresionante: Aún aprendo. Con soltura de maestro, el pintor hace emerger la figura venerable de una briosa mancha oscura, traza sus abundantes barbas de profeta, crea sus manos nudosas, dibuja el vacilante avance de la pierna que ya no sostiene al cuerpo como debería. A pesar de su decadencia física –o precisamente gracias a ella- este anciano entrañable nos da una lección de vida que es imposible de olvidar. Cada segundo es valioso; cada momento de la existencia se puede aprovechar para la maravillosa tarea de descubrir lo que se nos brinda, para evolucionar a mejor, para aprender. En los momentos de cansancio o de desánimo, recomiendo mirar a los ojos a este personaje de firmeza inquebrantable, trasunto del pintor que en todo momento estuvo dispuesto a explorar caminos nuevos. Es lo que tienen los grandes maestros: siempre, hasta el final, tienen algo que enseñarnos.

Seguro de sí, arrogante, retando con su mirada al espectador: así se inmortaliza en 1895 el pintor valenciano Ignacio Pinazo (1849-1916) en este Autorretrato, uno de los muchos que realizó a lo largo de su carrera. Como sucede en tantos otros casos, esta obra nos otorga el privilegio de contemplar al artista ocupado en el mismo acto de pintar. No hay nada casual en la actitud y la indumentaria elegidas: el premeditado desaliño, la caída del ala del sombrero que vela medio rostro, el lazo de la bufanda, el pañuelo que asoma descuidadamente por el bolsillo; Pinazo se erige aquí en el emblema del artista bohemio. Y es que todo autorretrato es, en definitiva, una declaración de principios. Pinazo luce ya canas en su barba, pero nos transmite una sensación de fuerza y juventud, de deseos de saltar barreras y convenciones. No son ajenos a ello el extraordinario brío del trazo, la libertad con que se va difuminando la parte inferior del cuadro, apenas esbozada. Y frente a ello, la marcada precisión del lienzo frente al que posa el pintor, que corta el cuadro con su nítida verticalidad. Para crear esa sensación de realismo, Pinazo acudió a la técnica del collage y pegó una franja de lienzo sobre la tela que estaba pintando. Lienzo sobre lienzo, un cuadro dentro de otro cuadro. Y la mirada del artista posada en nosotros, orgullosa de la absoluta libertad de su técnica.

La pintora sueca Tora Vega Holmström (1880-1967) se sirve de las infinitas posibilidades del blanco para crear esta visión delicada y esencial de la infancia. El modelo carece de rasgos que lo identifiquen con una época, un lugar, un sexo: es a la vez uno y todos los niños; cualquier espectador del cuadro puede reconocerse en él. Son extraordinarias la elección de la actitud del personaje y la plasmación de su mirada, que se repliega hacia lo más profundo de su interior. Este niño o niña de ojos inmensos concentrado en el sonido que encierra la caracola parece estarse inspeccionando a sí mismo, de la misma manera que los que contemplamos este cuadro sencillo y sugerente nos sentimos atraídos hacia nuestro pasado más lejano, hacia nuestro yo más genuino, el que quedó atrapado en el reino de la infancia.

Ninguna reproducción puede dar una idea del bello color verde azulado que envuelve en el lienzo original esta Esperanza del pintor inglés George Frederick Watts (1817-1904). Es uno de esos cuadros que llaman al visitante desde su puesto en la pared, que lo obligan a acercarse posponiendo la visión de otras obras cercanas con el magnetismo de sus colores y la sugerente postura del personaje. Watts deja de lado las tradicionales representaciones simbólicas de la esperanza y se la imagina como una muchacha que tañe con los ojos vendados una lira a la que se le han roto todas las cuerdas excepto una. El recogimiento de la figura femenina y los pliegues de su vestimenta son de una exquisitez inigualable. Esta joven no quiere ver lo absurdo de aferrarse a una última cuerda a punto de romperse, y sin embargo su actitud resulta de un encanto irresistible. Mantener la esperanza, parece decirnos su autor, tiene la belleza de las causas perdidas. La visión de este cuadro recuerda inevitablemente los hermosos versos de Emily Dickinson: “La esperanza es ese ser con plumas / que se posa en el alma, / y entona una canción sin palabras / que no cesa jamás”.

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