EL PARAÍSO EN UNA BIBLIOTECA


Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”, dijo el gran Jorge Luis Borges. No en vano, un compatriota suyo, el pintor Gabriel Caprav, lo retrató totalmente rodeado de volúmenes en un cuadro titulado El Paraíso según Borges. Es difícil imaginar una plasmación más adecuada del creador de esa alucinante biblioteca infinita, trasunto del universo, que da título a uno de sus cuentos más memorables, La biblioteca de Babel. Para Borges, el universo es una biblioteca y el Paraíso merecería ser otra. Libros, en definitiva, por todas partes y en todo momento, aquí y ahora y en un futuro posible.
 
Acabo de leer el comentario que una lectora asidua de este blog ha dejado en una entrada del pasado mes de enero, la titulada Libros venidos de lejos. Cuenta en él una historia preciosa que os invito a todos a leer y que habla de alguien rodeado –física y emocionalmente- por los libros. En cuanto la he leído me han venido a la cabeza dos recuerdos: el primero ha sido el del retrato de Borges que encabeza estas líneas; el segundo, el de un personaje de la novela más optimista de Paul Auster, Brooklyn Follies. En ella, el autor nos presenta, en medio de esa múltiple y animada galería que puebla el barrio que da título a la obra, al dueño de una librería de viejo llamado Harry Brightman. El lector disfruta lo suyo (al menos, fue así en el caso de esta lectora) husmeando por el segundo piso de su tienda, en el que se almacenan y clasifican un sinfín de volúmenes antiguos, valiosos y descatalogados. Pero al encantador personaje, pese a su apellido luminoso, le persigue un pasado oscuro que reaparece en la forma de un antiguo conocido que quiere vengarse de él y tiene el firme propósito de arruinarlo. El lector asiste así impotente al declive y desmantelamiento del hermoso negocio. Lo que no comprende ni sospecha el obcecado vengador es que no se está limitando a arruinar económicamente a una persona: le está robando cuanto de bello y valioso queda en su vida. Para él, los libros son simples bienes que se meten en cajas y se trasladan; para el lector, son fragmentos de vida, voces que llaman desde lejos, hilos misteriosos que nos vinculan con los que ya no están. Desde nuestro lugar al margen de la historia, odiamos a ese personajillo capaz de desmantelar la librería de Harry Brightman, que es lo mismo que borrar de un manotazo el recuerdo de muchas vidas.

Inevitablemente, esta reflexión me lleva a terrenos más personales. Pienso en mi propia biblioteca: no es una colección impresionante, pero está llena de regalos de personas a las que aprecio o aprecié mucho en su momento, de libros que adquirí en circunstancias que recuerdo especialmente, de ejemplares que me ha costado conseguir y que he logrado a veces de forma rocambolesca. No puedo evitar plantearme con respecto a ellos una idea teñida de tintes funerarios: adónde irán a parar todos mis libros cuando yo ya no esté. Supongo que nos pasa a todos los que amamos y coleccionamos algún tipo de objeto. Si hay descendientes, se duda de su capacidad para apreciarlos; si no los hay, quién se hará cargo de nuestras posesiones cuando dejen de ser nuestras. He de reconocer que es un pensamiento reciente en mi vida, asociado a mi último cambio de década; se conoce que hasta hace poco me creía inmortal.

Todo lo anterior me recuerda que el primer síntoma de que me hacía mayor está también asociado a los libros. Estaba paseando hace unos años por entre los estantes de una biblioteca pública cuando de repente, al verme rodeada de libros por todas partes, me asaltó un pensamiento inesperado: “No voy a tener tiempo para leer todo esto”. La idea me angustió y me entró una urgencia repentina. No la he superado; quizá por eso cada vez leo más. Busco perderme lo menos posible. Y eso que, volviendo a un pensamiento del bueno de Borges, tal vez el mejor libro nunca escrito esté todavía por escribir.

Comentarios

  1. Esta entrada ilumina por sí sola esta nublada y tristona tarde de viernes. De nuevo, un regalo. El cuadro que la encabeza ha movido muchos recuerdos, de tal forma que para mí Borges no es Borges, en estos momentos. Instantes en los que las lágrimas luchan por salir, empujando con todas sus fuerzas desde el otro lado de los ojos. Pero no lograrán escapar, porque el recuerdo es demasiado luminoso para apagarlo. Cada vez creo más en "carpe diem", y me consuela pensar que muchos de los que quise y ya no están vivieron sus momentos con toda su intensidad. Voy a buscar Brooklyn Follies. Muchas gracias, Beatriz, por hacerme un regalo cada día. Loli

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti, Loli, por estar siempre al otro lado de esta pantalla a la que me gusta tanto asomarme.

    ResponderEliminar
  3. En mi cuarton tengo una librería de pared a pared y de techo a suelo llena de libros, en mi mesilla una torre con todo lo que tengo por leer. Cuando la torre baja siento cierto desasosiego y empiezo a otear, a pensar cómo haré para rellenar, y entonces pido a mi hermana, a mis amigos, o, simplemente, compro. Y pensar que no se acaban, que puedo ir reponiendo mi torre me da cierta tranquilidad. Cuando viajo siempre llevo uno, dos o tres libros, en función de lo largo que sea, porque es terrible amanecer y que se te haya acabado la lectura. En una ocasión leí dos veces el mismo libro por mi falta de previsión. ¿Qué tiene la lectura para algunos, que sin ser Borges no podemos pasar sin ellos? El cuadro es precioso. Define un estado de ánimo, de seguridad. Nos haces pensar tanto, ... Y yo me pregunto, qué hacíamos antes de tener tu blog. Gracias. Lola

    ResponderEliminar
  4. Qué barbaridad, cuántas faltas. Esto me pasa por no releer. Pero en las experiencias del Día de la Ciencia un experimento me enseñó que se puede leer aunque las letras en cada palabra estén desordenadas, sobren o falten. Te deseo suerte. Lola

    ResponderEliminar
  5. No te preocupes, Lola: intento ver la pantalla del ordenador sin gafas, y eso hace que el conjunto esté un poco borroso y me pasen desapercibidos los despistes. Lo que describes en tu comentario se llama adicción a la lectura y yo también la padezco; los libros en "lista de espera" no los tengo en forma de torre, sino colocados horizontalmente en la estantería, y verlos me llena de alegría y de urgencia. Desde esa posición me saludan ahora mismo, entre otros, "La hija del sepulturero", de Joyce Carol Oates y "El jardín de los Finzi-Contini" de Giorgio Bassani, que me ha prestado una común amiga nuestra. Se acerca el momento gozoso de elegir... qué felicidad.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario