LECTURAS DE MAYO (2024)

Hace ahora justamente un año, la exposición
Visionarios románticos del Museo Lázaro Galdiano me permitió conocer a tres pintores de comienzos del XIX que volcaron su subjetividad en el lienzo a través de emocionantes visiones del paisaje: el español Eugenio Lucas Velázquez y los noruegos Peder Balke y Lars Hertervig. Mi sorpresa ha sido mayúscula al descubrir que este último es el protagonista de la monumental novela Melancolía, del reciente premio Nobel Jon Fosse. Mi costumbre de adentrarme en las obras literarias esquivando en lo posible toda información acerca de ellas ha hecho que esa grata sorpresa se produjera cuando ya estaba inmersa en el extraño mundo creado por Fosse en esta novela. Quienes se hayan iniciado en la obra de este autor con la breve y delicada Mañana y tarde se quedarán sin duda desconcertados —tal vez fuera de juego— frente a esta peculiar construcción, puesta en pie sin concesión alguna al lector, que puede decidir entre abandonar en la primera página o adentrarse con valentía en una obra que, puedo afirmarlo, no se parece a nada. Melancolía es, en su mayor parte, un viaje al cerebro enfermo y dolorido del artista Lars Hertervig, al que conocemos cuando es un joven estudiante de pintura en Düsseldorf y al que acompañamos en su alucinado deambular por un entorno que es en gran medida producto de su invención, hasta verlo ingresado en un sanatorio psiquiátrico en su tierra natal. Con un estilo reiterado y obsesivo, que reproduce los pensamientos circulares de su protagonista, Fosse nos introduce en una realidad escurridiza, que remite una y otra vez a las fijaciones personales del pintor. He de reconocer que esta parte de la novela, titulada Melancolía I, es una travesía a la vez durísima y fascinante: un periplo a la oscuridad, una claustrofóbica bajada a la conciencia de un hombre encerrado en su propio pensamiento. Melancolía II nos traslada cincuenta años después. Oline, la hermana del ya difunto Hertervig, es una anciana al borde de la muerte que se desenvuelve con infinita dificultad en un ambiente familiar que, dada su edad avanzada, está plagado de obstáculos para ella. Si la anterior historia se movía en los terribles territorios de la locura, Fosse explora ahora el pensamiento volátil de una mujer cuya memoria inmediata ha quedado fulminada por el peso de los años y que construye también a su alrededor una realidad paralela, en constante desvanecimiento. Estos dos cerebros asolados por la enfermedad mental y la vejez son los auténticos escenarios en que transcurre esta novela original, demoledora, transida, como indica su conciso título, de una profunda melancolía.

Aprovecho la reseña de
El accidente en la A35 para intentar explicar por qué me gusta tanto su autor y qué me impulsa a leer cuanto de él publica por estos lares la editorial Impedimenta. Graeme Macrae Burnet es un escritor de novela policíaca que aprovecha el punto de partida de un crimen para ahondar en la psicología de sus personajes y en el entramado social que los rodea. Reconozco que esto no es nada original: muchos otros lo han hecho y es eso precisamente lo que, en mi opinión, eleva el género muy por encima de un juego de ingenio o una efectista cacería del asesino. A eso se une, en el caso de Burnet (y para mí es otro de sus atractivos), un indudable clasicismo. Porque, pese a lo que parece indicar el título de su primera novela traducida al español, Un plan sangriento, Burnet no necesita emplear los trucos que en la reciente novela negra parecen ineludibles: el asesino sádico, los crímenes truculentos y en cadena, la morbosa descripción de torturas. Leyendo sus libros, resulta evidente que una simple muerte es para este escritor un acontecimiento lo bastante grave como para que su eco resuene a lo largo de trescientas páginas y haga innecesario echar más leña al fuego de la maquinaria de la intriga. En este sentido, podríamos incluirlo en el saco de los novelistas que recrean un mundo previo a la eclosión de los asesinos en serie y la omnipresencia de las pruebas forenses y los recursos informáticos; al leerlo, se tiene la impresión de que un Simenon redivivo va desgranando frente a nosotros lúcidas y duras reflexiones sobre la existencia a partir de un hecho delictivo que hace que la normalidad se tambalee y deje a la vista el oscuro cauce que discurre bajo las relaciones personales y familiares. Así sucede en El accidente en la A35, que nos traslada, como ya sucedió en La desaparición de Adèle Bedeau, a la pequeña ciudad francesa de Saint-Louis, una población fronteriza de rasgos indeterminados, erigida en un territorio de nadie, carente de atractivos y atravesada por la grisura de una vida sin alicientes. Allí nos reencontramos con el inspector Gorski, enfrentado en el terreno profesional a la investigación de la muerte en la carretera de un prestigioso abogado y, en el personal, al abandono de su esposa. Es como saludar a un viejo amigo al que se conoce en sus aspectos menos favorecedores, esos que todos nos esforzamos por ocultar en nuestras relaciones sociales. Y es esa capacidad para crear personajes complejos y de impresionante realismo, con sus mezquindades y sus facetas nobles, con sus debilidades y sus talentos, lo que hace de Graeme Macrae Burnet uno de los novelistas actuales a cuyo reclamo no me puedo resistir. Me sumerjo en sus novelas con la sensación de ingresar en una realidad tan poderosa como la que dejo atrás. Juraría haber pisado realmente los escenarios en que transcurre El accidente en la A35: la desangelada casa del inspector Gorski, la mansión donde habitaba la víctima con su sugestiva esposa, los bares poblados por bebedores solitarios, las inhóspitas dependencias de la comisaría y la sórdida calle en la que Raymond, el hijo adolescente del abogado muerto, emprende una investigación paralela que le llevará a saber más sobre sí mismo. Yo diría que Burnet emplea una varita mágica en lugar de una pluma (o un teclado): todo lo que escribe posee la calidad de lo real, de lo vivido, de lo profundamente humano.

Iba a empezar esta reseña diciendo que Mariana Enríquez ha sido todo un descubrimiento para mí, pero creo que esta afirmación, que utilizo —me temo— demasiado a menudo, no da una idea cabal del profundo asombro que me ha causado leer su libro de relatos
Las cosas que perdimos en el fuego. Se habla mucho del universo oscuro de esta escritora, de su capacidad para encontrar en lo cotidiano resquicios que se abren hacia lo inquietante o lo declaradamente siniestro. Es cierto que Enríquez tiene esa cualidad tan cortazariana de crear situaciones perturbadoras tomando como punto de partida la normalidad. Y lo hace con extraordinaria desenvoltura, llevando al lector por derroteros que este no sospecha, con frecuencia sugiriendo más que mostrando, abandonándolo al final del relato con la incómoda sensación de no poder explicar del todo las emociones que le ha causado la lectura. En mi caso he de decir que he salido realmente vapuleada de cada uno de los doce relatos que componen el volumen, quizá porque mi imaginario coincide de forma sorprendente con el de esta autora sugerente y sombría. ¿Para qué demorarlo más? Confieso que he pasado auténtico miedo con estas historias, hasta el punto de prohibirme a mí misma su lectura en horas nocturnas. En este sentido, tiene especial relevancia la habilidad de Enríquez para crear escenarios que son auténticos mapas de la angustia: barrios desfavorecidos, donde las sombras son mucho más que una cuestión física; habitaciones clausuradas; casas animadas por fuerzas inexplicables; ríos de aguas oscuras e insalubres; patios en los que se adivina una presencia amenazadora. La increíble capacidad de esta escritora para crear mundos de pesadilla ha sembrado en mí una doble pulsión: por un lado, estoy deseando acercarme a otras creaciones suyas; por otro, la perspectiva de hacerlo me produce cierto respeto. Como supongo que vencerá la atracción, me tranquiliza el hecho de estar prevenida. A Mariana Enríquez hay que leerla en compañía y bajo la luz diurna. Al menos, los que reconocemos en sus mundos de ficción los rincones más turbios de nuestro subconsciente.

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