UNA PUERTA QUE CHIRRÍA

La protagonista de la pequeña historia que me dispongo a contar es una dama en la treintena, edad que hoy en día nos llevaría a considerarla una mujer joven —muy joven, de hecho—, pero que, en su época y contexto, la Inglaterra georgiana, la situaba ya fuera del mercado matrimonial e instalada de lleno en ese territorio ingrato definido por un adjetivo de infamante sufijo: solterona. Ignoro si semejante situación le producía especial angustia a nuestra dama, pero tengo la impresión de que no, o tal vez es eso lo que deseo. Consultando su biografía descubro, en cualquier caso, que se permitió rechazar una propuesta matrimonial que no era de su agrado. Descubro también algo que me acongoja: cuando ocurre lo que me dispongo a contar, le queda menos de una década de vida. 

Nuestra joven —o no tan joven— dama es la séptima de los ocho hijos de un párroco anglicano. Suena terrible desde nuestra perspectiva moderna, pero en realidad no lo es tanto, porque sus padres son realmente singulares para su época. Son amantes de la literatura, fomentan que en la casa se lleven a cabo representaciones teatrales y, lo que es más asombroso, permiten a las dos hijas empaparse de los libros que componen la biblioteca familiar. La protagonista de esta historia, además de ser una empedernida lectora, descubre desde niña el gozo de plasmar sobre el papel sus pensamientos, de escribir las pequeñas piezas que representará junto a sus hermanos, de poner en pie historias en las que refleja el mundo que la rodea. A la muerte del padre, encuentra acogida en casa de uno de sus hermanos, junto con su madre y su hermana, también soltera. Tres mujeres adiestradas para la vida doméstica y sin ninguna posibilidad de ganarse el sustento por sus medios, que pasan de la tutela del padre de familia a depender de un hermano varón. Es un caso habitual. Corre el año 1808. 

Si esto fuera una película, en este punto la cámara se adentraría en Chawton House, que es el nombre de la mansión escenario de nuestra historia. En uno de esos vertiginosos travellings del cine moderno, el espectador atravesaría las habitaciones, se intrincaría en pasillos, bajaría las escaleras y se daría de frente con una puerta que comunica la zona de servicio con la entrada principal. Un detalle se agrandaría hasta ocupar la pantalla entera: una bisagra. Habría entonces unos segundos de incertidumbre. ¿Por qué fijar la atención del público en un elemento tan insignificante? Entonces se produciría un movimiento, el de la puerta al abrirse, y los altavoces de la sala de proyección dejarían salir un desagradable chirrido. Es el que produce la bisagra, que necesita ser engrasada. Todos los visitantes de Chawton House ingresan así en la mansión secundados por el nada armónico sonido de la puerta que chirría, pero nadie en la casa se encarga de remediarlo. Y es precisamente la protagonista de nuestra historia la más interesada en que esto siga así. 

Volvamos a nuestra dama amante de las letras. Desde que se ha mudado a la casa de su hermano, carece de un rincón privado para dedicarse a sus tareas, como tenía en su anterior residencia, así que se ve obligada a escribir en el salón, en medio del trasiego cotidiano. Y es ahí donde cobra importancia la puerta que anuncia de forma tan poco elegante la llegada de un extraño a la casa. Apenas suena el chirrido delator, nuestra protagonista se apresta a esconder los útiles de escritura y a sustituirlos por herramientas más propias de su condición de mujer respetable. Ha perfeccionado la técnica: escribe en hojas de pequeñas dimensiones, que se camuflan por completo debajo del papel secante. Cuando los pasos que se acercan desembocan en el salón, el visitante encuentra a la primorosa dama ocupada en su bordado, entreteniendo las largas horas de su soltería. Disfruto pensando en las educadas y banales conversaciones que tendrían lugar mientras hojas sueltas de Orgullo y prejuicio o Mansfield Park yacían ocultas, como las pruebas de un delito. Porque nuestra escritora furtiva es, ya lo habréis adivinado, Jane Austen. Le quedaba apenas, como ya he señalado antes, un puñado de años de vida, en los que publicaría sus novelas sin atreverse a firmarlas. Ni siquiera en su sepultura en la catedral de Winchester, costeada por sus afectuosos hermanos, aparece mencionada su labor de escritora. 

Esta anécdota de la puerta que chirría la contó James, sobrino de Jane y el primero de sus biógrafos, en su libro Recuerdos de Jane Austen, publicado medio siglo después de la muerte de la escritora. Es también uno de los múltiples detalles reveladores que recoge Ángeles Caso en su obra Las desheredadas, un viaje por los complejos entresijos de la actividad femenina desde el siglo XVIII hasta la actualidad. Es quizá el detalle más nimio del libro y, sin embargo, me ha impresionado de forma especial. El eco de ese chirrido que atraviesa dos siglos para llegar hasta nuestros oídos me parece el compendio de la infinidad de vetos y omisiones a los que han tenido que enfrentarse hasta hace no mucho las pensadoras, las escritoras, las artistas plásticas. Dije al principio que esta historia era pequeña, pero ya no me lo parece. A veces son los detalles los que nos dan la auténtica dimensión de las cosas.

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