ECOS DEL 8M

Llego tarde a dejar en este espacio mis impresiones sobre el reciente 8 de marzo. Últimamente llego tarde a casi todo: supongo que es algo relacionado con esta cojera que me tiene medio postrada y en plena pausa laboral, aunque me cabe la duda de si la inoperancia de mi pierna izquierda es la causa de esa incapacidad exasperante para afrontar mi vida tal como la tengo establecida o si se trata más bien de un reflejo, una especie de metáfora corporal de mi lentitud de los últimos tiempos, de mis fuerzas menguantes y de la necesidad de asumir que las energías de la juventud no duran para siempre. «La vida no es de chicle», le oí decir a Rosa Montero en una entrevista hace meses, para explicar sus dificultades a la hora de estirar el día y encajar en él todas las actividades de su existencia de escritora popular y multitarea. El mío —mi chicle— hace bastante que adolece de una molesta falta de elasticidad. Es un chicle que he mascado demasiado, que ya no sabe a nada y que no sirve para hacer globos. Si dejo de masticarlo, se queda tieso como el cuero. Si intento estirarlo, se parte. Este pobre chicle mío está pidiendo a gritos una sustitución. 

Pero volvamos al 8 de marzo. Mi maltrecha rodilla me impidió unirme a la manifestación donde mis compañeras tribaleras reivindicaron y festejaron a golpe de crótalo, envueltas en el maravilloso vuelo de sus faldas y apoyadas por la energía imparable de una batucada. Hacía un frío considerable y un cielo poblado de negros nubarrones se cernía sobre su danza. Olé por ellas. Yo no pude bailar ni reivindicar ni festejar al ritmo de percusión alguna; no habría podido ni hacer el trayecto andando. Confío en que consiga estirar con más eficacia este chicle mío en próximas convocatorias. No voy a hablar, pues, de manifestaciones, de entusiasmo colectivo ni de disensiones, de trayectorias divergentes ni de pancartas con consignas encontradas. Lo que me dispongo a contar me sucedió en un punto del ámbito reducido en el que por prescripción médica me muevo desde hace una semana: el supermercado de enfrente de mi casa. Es un lugar donde se aprende mucho. No es necesario ir muy lejos para tener experiencias esclarecedoras. 

Estaba yo la mañana del 8 de marzo detenida en la sección de frutería cuando oí una voz masculina que pronunciaba un mensaje sorprendente: 

—No, no me llames Ángel, ahora soy Ángela. Nada de Ángel, que ya no me identifico. 

Me volví, desconcertada. La voz provenía de la pescadería. Quien así había hablado era uno de los dependientes, que, de pie en su puesto elevado tras el mostrador con la mercancía, parecía ocupar una tribuna de orador. Un orador bastante chusco y muerto de risa. Una clienta lo secundaba. 

—Así es, así es —decía ella—. Ahora ya ni hombres ni mujeres. Dices que no te sientes identificado con lo que eres y ya está. 

En realidad, la clienta no participaba del regocijo del tendero. Tenía el gesto torcido, hablaba con tono agrio. Sus palabras y las risas del pescadero inundaban toda aquella zona del comercio: la pescadería, la sección de congelados, el puesto de fruta en el que yo, coja y petrificada, intentaba concentrarme en mi compra. Medité con una mandarina en la mano. ¿Debía intervenir? No sería la primera vez: tengo un largo historial de irrupciones en conversaciones ajenas cuando estas se me imponen a base de alto nivel auditivo. Esta vez yo debía de estar más relajada que de costumbre —cosas de la medicación—, porque el caso es que me contuve. Mandarina en mano, como un modesto y frutal remedo de Hamlet con su calavera, observé a los protagonistas del diálogo. Ella era delgada, seca, con el pelo planchado. Mucho más joven que yo. El dependiente era un tipo de mediana edad, barbudo, en esa frontera dudosa entre la corpulencia y la gordura. Había otros dos personajes que aún no habían intervenido en la conversación: dos dependientes más jóvenes, un hombre y una mujer. La clienta ya se marchaba, pero el tendero de la barba sentía al parecer deseos de exprimir un rato más su ocurrencia.

—Nada, nada: hoy cuando llegue a casa, le digo a mi mujer que me llame Ángela.

—Ten cuidado —le advirtió el pescadero joven—, a ver si te va a poner a hacer la casa.

—Bah, bah, si yo ayudo ya, no te creas. Es lo que yo le digo: tú haces la casa y yo me siento a la mesa.

Se reían. Me sentí morir de vergüenza. Fijé la vista en el cuarto personaje, el que guardaba silencio. Era una mujer sudamericana, de treinta y tantos. Estaba con la cabeza gacha, concentrada en limpiar un pescado, con el gesto serio. Quise creer que avergonzada ella también.

Me di la vuelta y volví a mi tarea de elegir fruta. Me equivoqué varias veces al pesarla: pulsé la tecla de las naranjas y de las manzanas Golden antes de conseguir identificar como mandarinas la media docena de piezas que pretendía comprar. Me descubrí arrugando con rabia las etiquetas equivocadas. «De qué habría servido intervenir», me decía, sin demasiada convicción. Para consolarme, me puse a reflexionar. ¿Qué habría pasado si, en mitad de la compra de un lenguado o de una merluza, yo me hubiera puesto a hacer burla de quienes salen en procesión en Semana Santa? Míralos, con sus capirotes, adorando a un muñeco de palo. ¿Y si mientras me limpian el pescado lanzo bromas a voz en cuello sobre los antiabortistas, reuniditos cual borregos frente a las clínicas, tan píos, con sus folletitos de colores y sus rosarios…? Siempre me pasma la facilidad con la que ciertos individuos imponen su burla y su desprecio a los que los rodean: ese rasgo tan español de reírse de todo menos de lo propio. Mientras me dirigía a la caja del supermercado, me vino a la cabeza don Antonio Machado y una de sus formidables definiciones de nuestro país, esa España «de espíritu burlón y de alma quieta». Me sentí mejor. La poesía, qué duda cabe, es una alta forma de consuelo.

Comentarios

  1. No sé por qué pero me ha venido a la cabeza un pobre condenado con su sambenito soportando además de su condena, la chanza de los borregos... Algo tiene que haber en nuestra alma que explique por qué, en algunos aspectos, seguimos en el siglo XVII.

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    1. Parte de la tardanza en contestar a tu comentario se deriva de la desazón que me produce evocar esos episodios negros a los que aludes. Me viene a la cabeza la mirada crítica y compasiva de Goya, que inmortalizó en sus dibujos y grabados a un buen número de desdichados adornados con sambenitos y corozas, expuestos al escarnio público. Me consuela la capacidad del artista para elevarse sobre la corriente general y captar lo inadmisible de las conductas de su época, así como su valentía para plasmarlo.

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  2. Qué triste tener que escuchar tantos comentarios estúpidos y, por discreción no poder expresar lo que pensamos sobre ellos! Yo te recuerdo el año pasado en plena batucada. El año que viene seguro que puedes repetir! Arriba las mentes abiertas y los cuerpos bailones

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    1. No sé si en mi caso es por discreción o porque, cuando pierdo los papeles, me doy miedo a mí misma, pero el resultado es idéntico: un mal sabor de boca que tarda en quitarse. Para compensar, qué consigna maravillosa me has dejado, Lola: las mentes abiertas y los cuerpos bailones. Arriba con ellos, en efecto.

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