TARDE DE SÁBADO

Entro apresurada en una tienda que está a punto de echar el cierre. Se trata de un comercio en el que comparten espacio una carnicería y una frutería. Es sábado a mediodía y se nota entre los dependientes el jovial ajetreo de quienes están recogiendo el local a sabiendas de que no volverán a pisarlo hasta dos días más tarde. En ese laborioso entorno hay un punto de quietud: el que ocupan el frutero y una clienta. La compra ha terminado, ella acaba de pagar, pero aun así la conversación entre ambos continúa. Me revuelvo, nerviosa; se me ha hecho tarde, necesito compensar dos imperdonables carencias en mi despensa y soy, sobre todo, una de esas personas perpetuamente estresadas e incapaces de pisar el freno ni siquiera en fin de semana. 

En medio de mi inquietud, algo de la charla que se desarrolla delante de mí reclama mi atención. Se trata de la expresión de gravedad de la clienta, que parece tener un motivo importante para no poner fin a la conversación. Le desea buena suerte a su interlocutor varias veces, se despide para volver de inmediato sobre sus pasos a preguntar un detalle más, cuánto tiempo va a estar ausente o si el negocio permanecerá cerrado. Comprendo que el frutero tiene algún problema de salud, tal vez una operación importante en ciernes. El hombre me está atendiendo ya con esa sólida amabilidad de quien lleva décadas de cara al público. Se ha creado entre ambos esa tensión de los extraños que comparten de repente un espacio de intimidad y tienen que fingir que no sucede nada especial. A mí me gustaría confortarlo de alguna manera, poner de manifiesto que su preocupación no me es ajena, pero en lugar de eso le pido un pimiento rojo y un kilo de peras de conferencia, de tamaño pequeño, bastante maduras, por favor. El hombre es muy amable y pone en describir las frutas y verduras un interés que me resulta conmovedor. La anterior clienta se ha marchado ya, acongojada, pero parte de su congoja se ha quedado flotando en el local y se me enreda a las cuerdas vocales. Carraspeo. 

A nuestra espalda, el sector de carnicería y charcutería es un despliegue de movimientos y ruidos eficaces. Los dependientes tienen tanto afán por acabar que, en un momento dado, el lento y concienzudo frutero se dirige a ellos. «Cuánto agobio», les dice, con forzada jovialidad. «Si hoy no hay ninguna prisa… Mañana no se madruga. Como si nos tenemos que quedar aquí tranquilamente, la tarde de sábado». Lo observo. Está haciendo uno de esos maravillosos cucuruchos de papel en que envuelven la mercancía los tenderos de toda la vida. Comprendo que a aquel hombre que se tiene que enfrentar en breve con el hospital, con las pruebas médicas y con diagnósticos amenazadores, este entorno de piezas vegetales colocadas en primorosa formación le parece el paraíso. Una tarde de sábado en ese ámbito tranquilizador es un refugio, una barricada contra el miedo y la incertidumbre. Un asidero. Una sucesión de minutos únicos, irrecuperables. 

Me despido con una sonrisa y salgo a la calle. Me parece percibir algo especial en la luz de la tarde que empieza. No es una tarde de sábado cualquiera. Ninguna lo es. Me alejo caminando despacio. Ya no tengo prisa.

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