LECTURAS DE ENERO (2024)
«Lady Diana Wynham reposaba sus
hermosas piernas, enfundadas en los husos etéreos de dos sedosas medias de 44
denieres, sobre un puf cuadrado de terciopelo color habano». Así presenta el
escritor francés Maurice Dekobra a la protagonista de La Madona de los
coches cama, novela con la que consiguió un éxito arrollador en los años
veinte del siglo pasado. No cabe una descripción más exquisita y llena de glamour.
Y es que la protagonista de esta historia es exactamente así: elegante,
exclusiva, frívola, arrebatadora en sus excentricidades; una auténtica Madona
que ejerce su reinado sobre los salones de la alta sociedad londinense y los
vagones de lujo de los trenes que recorren la Europa de entreguerras. Uno de
los grandes aciertos de la novela reside en la elección del punto de vista
narrativo. Es el secretario y hombre de confianza de lady Diana, el venido a
menos príncipe Séliman, quien cuenta entre asombrado y lleno de simpatía la
peripecia vital de la caprichosa dama a partir del momento en que un revés en
la Bolsa pone en jaque su enorme fortuna. Con un lenguaje deslumbrante y un agudo
sentido del humor, este híbrido entre consejero y caballero andante siempre en
defensa de su señora relata las audaces maniobras de lady Diana para seguir
figurando en sociedad y mantener su alto nivel de vida. Dichas maniobras
implicarán un intento de recuperar los derechos de explotación de un terreno
petrolífero expropiado por la revolución rusa. Es ahí donde la novela
experimenta un cambio de rumbo sorprendente, cuando Séliman viaja a territorio
soviético en nombre de lady Diana y topa con el oscurantismo y la corrupción
del régimen, en una contundente bofetada de realidad que interrumpe los
derroteros de brillante divertimento que ha seguido la trama hasta ese
instante. La Madona de los coches cama es una historia amena y
artificiosa, llena del encanto de otra época, retrato de una sociedad refinada
y superficial, a punto de ser devorada por la vorágine de los tiempos.
Confieso sentir cierta aprensión cada
vez que me acerco a un autor recién galardonado con el Premio Nobel. Temo
toparme con la pretenciosidad o el hermetismo, darme de bruces con una obra de
difícil interpretación porque sus claves culturales o una voluntaria dificultad
supongan obstáculos imposibles de salvar. No ha sido así en el caso del noruego
Jon Fosse. No lo conocía y, a juzgar por las interminables listas de espera de
la biblioteca digital, hemos sido un tropel de lectores los que nos hemos
lanzado a subsanar dicho desconocimiento. Mi primer acercamiento ha sido Mañana
y tarde, una novela breve y entrañable, llena de la poesía de las cosas
sencillas. Como en todo relato folklórico que se precie, la historia comienza
con el nacimiento del héroe, Johannes, que llega al mundo cuando sus padres
habían perdido la esperanza de volver a tener hijos. La mirada del padre es la
que nos hace testigos de las maniobras de la partera, de los gritos de la
madre, de los miedos y expectativas ante la posibilidad largamente acariciada
de ampliar la familia. Si el bebé sobrevive, se llamará Johannes, como su
abuelo, y será pescador como su padre. Es un mundo primitivo, indeterminado
temporalmente, anclado en ese largo y difuso pasado de los cuentos. El segundo
capítulo de la novela comienza tras una elipsis brutal: el recién nacido de la
primera parte es ahora un anciano que despierta en su humilde hogar y no ve
motivos para levantarse de la cama porque su esposa ha muerto después de un
matrimonio largo y apacible. No contaré más; es precioso descubrir la historia
de la mano de Jon Fosse y su estilo sencillo y delicado, que evoca la inocencia
de la poesía y los relatos tradicionales. El nacimiento y la vejez son la
mañana y la tarde a los que hace referencia el título: la vida, en definitiva,
que es la materia sobre la que el ser humano lleva fabulando desde que fue
capaz de poner en pie el primer producto de su imaginación.
«Los matrimonios siempre estaban
deseando retomar la tarea de intentar aniquilar a su pareja de toda la vida
mientras fingían desear tan solo lo mejor para ella». Este contundente sarcasmo
plasma a la perfección la forma en que la autora británica Deborah Levy bucea
en las interioridades de las relaciones personales en su novela Nadando a
casa. La perturbadora escena que abre la historia no es en absoluto fruto
de la casualidad y constituye una auténtica declaración de intenciones de esta
escritora incisiva y nada complaciente. En ella se nos presenta a un grupo de
veraneantes ingleses que, de vuelta de un paseo, encuentra en la piscina de su
casa de vacaciones en Niza lo que parece ser el cuerpo desnudo de una ahogada.
Pronto descubren que no se ha producido tragedia alguna; quien explora de esa
forma las profundidades de su piscina es la joven y bella Kitty Finch, que dice
haberse equivocado con las fechas de alquiler de la vivienda vacacional y que
no ha podido resistirse a la tentación de darse un baño. Dado que los hoteles
de la zona no tendrán una habitación libre hasta varios días después, una de
las mujeres del grupo decide acoger a la joven hasta que esta encuentre un
lugar donde alojarse. De esta forma, la muchacha excéntrica que con tanta desenvoltura
irrumpe en el espacio ajeno lo hará con idéntica falta de reparos en las vidas privadas
del grupo de viajeros. Las relaciones de pareja, de amistad y paterno-filiales
son puestas en entredicho por la presencia de esta auténtica bomba de sensualidad
y de emociones desbocadas. Deborah Levy es una autora original, que trata temas
de larga presencia en la literatura y lo hace evitando lo esperable, sin caer en el sentimentalismo fácil y sorprendiendo una y otra vez al lector sin trampas
ni efectismos. Es difícil empatizar del todo con ninguno de estos personajes
obligados por las circunstancias a una extraña convivencia, pero también es difícil
rechazarlos del todo, juzgar o condenar sus debilidades. Levy pertenece a esa
categoría de autores que denotan con el tratamiento de sus personajes un
profundo y desencantado conocimiento de la condición humana. De su mano, tenemos
la opción de bucear (de nadar, en definitiva) por las turbias corrientes
interiores de varios individuos y conocer sus egoísmos, sus carencias, sus
pequeñas mezquindades, los errores que han torcido su existencia, las
aspiraciones que el desencanto no ha conseguido aún doblegar. Nada nuevo, en
definitiva, pero contado de una manera diferente, con una buena dosis de audacia.
Comentarios
Publicar un comentario