LECTURAS DE AGOSTO (2023)
Ese fabuloso e intangible baúl de los
recuerdos que es Internet me permite realizar un ejercicio de nostalgia con una
increíble precisión cronológica: la noche del 18 de enero de 1982, lunes por
más señas, una jovencísima versión de mí misma estuvo prendida frente al
televisor, viendo con asombro una perturbadora historia sobre las múltiples
facetas de la personalidad y sobre el lado maligno del alma humana. Se trataba
de El otro, película dirigida en 1972 por Robert Mulligan, que
formó parte de aquel maravilloso ciclo de clásicos del horror que Narciso
Ibáñez Serrador nos regaló a los telespectadores ochenteros bajo el título de Mis
terrores favoritos. Pero esta selección de películas que tanto me enseñó
sobre el séptimo arte se merecería una entrada propia en este blog. Lo que
ahora me ocupa es el hecho de que El otro fuera una adaptación al cine
de la novela homónima del actor y escritor estadounidense Thomas Tryon, que ha
llegado a mis manos, cuarenta años después que la película (cifra
estremecedora), gracias a la edición de Impedimenta. El otro transcurre
en una granja de Nueva Inglaterra en los años treinta del siglo XX. La familia
protagonista ha sido sacudida por una doble desgracia: la muerte del padre a
causa de un inexplicable accidente y la deriva de la madre hacia un estado
mental vulnerable que la tiene confinada en su alcoba, incapaz de afrontar la
vida. El lector se introduce en la historia por medio de Niles, un muchacho de
trece años. Es a través de su mirada ingenua como el narrador va mostrando la
granja, la casa y sus estancias, a los miembros del servicio, a la abuela Ada, a
parientes y vecinos y, sobre todo, al inquietante Holland, hermano gemelo del
protagonista, un niño solitario, imprevisible, al margen de las normas y de la
moral. No tengo datos para secundar la afirmación que me dispongo a hacer, pero
sospecho que la frecuente asociación entre los hermanos gemelos y el mundo del
misterio y del terror debe mucho a esta novela sobrecogedora. No desvelaré nada
más sobre la trama, en beneficio del potencial lector que desconozca la
película y que sienta la tentación de enfrentarse a esta incómoda historia
sobre los delgados límites entre el bien y el mal. Solo destacaré la gigantesca
figura de la abuela Ada y su relación con el pequeño Niles, trufada de cariño y
de secretos innombrables. Las escenas en que abuela y nieto se lanzan a un
extraño juego consistente en ocupar con la mente el lugar de otro son
inolvidables; uno de esos elementos que resulta evidente que sobrevivirá al
imparable empeño del tiempo en borrar el recuerdo de todo lo leído.
Un hombre acude al médico a causa de
ciertos síntomas a los que no ha concedido importancia y recibe un diagnóstico
demoledor: padece una enfermedad degenerativa que lo conducirá en breve a la
muerte. Se trata de un hombre de mediana edad, que tiene ya una trayectoria a
sus espaldas, pero que no esperaba, en ningún caso, hallarse tan cercano a la
casilla final. Noqueado por la terrible noticia e incapaz de comunicársela a
nadie, reacciona apartándose a un lugar solitario y concediéndose un corto
plazo (veinticuatro horas) para tomar una decisión: debe elegir entre acabar
con su vida de forma inmediata o compartir con su familia los meses de
vertiginosa decadencia que se avecinan. Ambas opciones son terribles, ambas
contienen distintas formas de horror. Aislado en una cabaña situada en plena
naturaleza y vinculada de forma estrecha a su historia familiar, el
protagonista de Simplemente perfecto repasa su existencia desde que, con
diecinueve años, conoció a la que sería su mujer. Y lo hace dejando sus
evocaciones por escrito, porque, como él mismo afirma, «he de tomar una
decisión, lo que significa que tengo que escribir». El lector lo acompaña en
ese difícil trance y conoce así a sus seres queridos, revive con él los
momentos más valiosos de su pasado y recorre la hermosa naturaleza que rodea su
refugio. Jostein Gaarder aprovecha la dura disyuntiva en la que se encuentra su
personaje central para reflexionar sobre el valor de los recuerdos, el poder de
la palabra y, sobre todo, la maravilla que supone estar vivo. La frágil y
efímera vida humana cobra sentido cuando se le añade la capacidad para
disfrutar de la belleza de las cosas, la conciencia del milagro de existir en
un punto preciso del planeta y en un momento que es una gota en el infinito
océano de la eternidad.
Por segunda vez este verano, una
personita de trece años me hace vivir una inquietante experiencia de lectura. Y
lo hace también en esta ocasión de la mano de la editorial Impedimenta. Si una
pareja de gemelos de esa edad me mantuvo sobrecogida mientras duró la lectura
de El otro, del escritor estadounidense Thomas Tryon, lo mismo me ha
sucedido con la joven protagonista de La chica que vive al final del camino,
del también estadounidense (y recientemente desaparecido) Laird Koenig. No es
casual la elección de la edad de los protagonistas en ambos casos: los trece
años nadan en un terreno indeterminado entre la infancia y la adolescencia; en
ese momento de la vida, los seres humanos conservan aún la vulnerabilidad de su
condición de niños, mezclada con un creciente conocimiento de la vida adulta.
Son frágiles y conmovedores, pero pueden suponer una amenaza. Al igual que
Tryon en la perturbadora historia de los gemelos Niles y Holland en El otro,
Koenig juega con esa ambivalencia en La chica que vive al final del camino. Y
lo hace a través de la historia de Rynn, una niña que se halla en una situación
de especial desvalimiento: es inglesa, ha llegado hace poco a una pequeña
comunidad norteamericana y no tiene más familia que su padre, al que hace
tiempo que no se ve por el pueblo. Es, además, una niña especial, de
extraordinaria cultura y con unos intereses distintos a los de las chicas de su
edad. Es distinta, es forastera; está, en definitiva, profundamente sola y
parece por ello el blanco ideal para las malas intenciones de cuantos la
rodean. Y es ahí donde empieza el perverso juego de Koenig, la fluctuante
frontera entre inocencia y malicia, el trueque de papeles entre víctima y
verdugo. A esto se une un personaje no animado, la «casa al final del camino», a
medias refugio y escenario del espanto, de la cual se sirve el novelista para
plantear una de las clásicas disyuntivas de las historias de terror: ¿qué
produce más miedo, la amenaza que acecha fuera, dispuesta a caer sobre el que
se aventura al exterior, o la que aguarda en un espacio cerrado a quien tiene
la osadía de penetrar en él?
Haces unas reseñas tan atractivas que me crean unos deseos irrefrenables de leerme los tres libros a la vez. Ay, que ya los estoy buscando...
ResponderEliminarYa empezó el curso y eso se traduce en que tardo más de la cuenta en contestar a los comentarios; qué rabia me da. Me alegro infinitamente de inducirte a la lectura de esa forma tan irrefrenable. Solo espero que no me reproches si alguna de las criaturas preadolescentes que pueblan estas fábulas sombrías te inquietan demasiado.
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