MI DEUDA CON LOS CLÁSICOS

Me gusta abordar en verano la lectura de alguna de las muchas obras clásicas que me quedan por conocer, en especial de aquellas que, por su envergadura, precisan de un tiempo de dedicación del que no dispongo en otra época del año. Tengo la sensación de que voy así tapando agujeros y compensando omisiones imperdonables; incluso diría que voy saldando una deuda que he contraído con los grandes maestros por el simple hecho de amar la literatura. (Es una deuda inabarcable, lo sé. A estas alturas de mi vida, me he rendido a la evidencia: no hay veranos bastantes.)

En esta ocasión, la obra a la que he dedicado largas sesiones estivales de lectura ha sido Moby Dick, la intensa y poderosa novela de Herman Melville, que por alguna razón (¿la errada convicción de que el género de aventuras está lejos de mi sensibilidad, la inevitable limitación que supone una sola existencia como lectora o una combinación de ambas?) figuraba hasta ahora en mi lista de acreedores literarios. Es un recurso fácil establecer un paralelismo entre la novela y la criatura que, a pesar de no aparecer hasta las últimas treinta páginas del libro, es el foco de atención de las más de quinientas que ocupa la historia del capitán Ahab y su furiosa sed de venganza. Aun así, voy a ceder a ese impulso al afirmar que se trata de una obra excesiva, desmesurada, imprevisible por la diversidad de piezas que la componen y la total libertad con la que Melville las engarza a través de la voz narrativa del joven Ismael, debutante en el mundo de la caza de ballenas y testigo de excepción de la loca empresa del hombre empeñado en vencer a la más indomable de las criaturas. 

He de decir que la lectura de Moby Dick me ha producido un aluvión de sensaciones, todas ellas superlativas. He presenciado con regocijo el encuentro inicial entre Ismael y Queequeg, el salvaje tatuado, con el que el aterrorizado narrador se ve obligado a compartir cama en una inmunda posada y que, tras mostrarle su condición honesta y generosa, le hace formular el divertido axioma de que «es mejor dormir con un caníbal sobrio que con un cristiano borracho». A pesar de mi recelo inicial frente a las escenas de cacería, me he dejado seducir por la irrefrenable propensión a la aventura de la tripulación del Pequod, enrolada en una travesía de tres años y capaz de lanzarse al agua sin vacilar en un frágil bote para perseguir a los seres más descomunales de la creación, en una lucha tan desigual que sobrecoge. Amante como soy del sentencioso y conciso Bartleby y de la brevedad del relato de Melville que este protagoniza, me he desesperado ante las constantes digresiones que son el meollo de un elevado número de capítulos de Moby Dick: la pormenorizada clasificación de los cetáceos, la detallada descripción de la anatomía de estos y del aprovechamiento que se realiza de sus distintas partes tras apresarlos, un prolijo anecdotario relacionado con ballenas y cachalotes… Aun así, no he sido capaz de saltarme ni una sola línea de tan profuso manual de cetología. Creo que pocos aparte de Melville podrían lograr una hazaña semejante. Me he enamorado de la tripulación del Pequod en su conjunto, de los salvajes e intrépidos arponeros, de los supersticiosos lobos de mar, del pobrecito marinero Pip, cuya vulnerabilidad en un mundo de dureza insoportable lo conduce a la locura y la iluminación. De los tres oficiales, representación de tres actitudes vitales: la nobleza y serenidad de Starbuck, la irreverente intrepidez de Stubb, la astucia y el materialismo de Flask. He caído rendida ante la belleza del estilo de Melville, el sinfín de imágenes deslumbrantes con las que se tiñen de poesía incluso las descripciones de las realidades más duras; ante el aliento shakespeariano de los parlamentos de los personajes, enfrentados al mayor de los peligros con el más grandilocuente de los lenguajes. Y, por supuesto, se ha clavado en el fondo de mi memoria para siempre la atormentada figura del capitán Ahab, temerario perseguidor de su propia perdición, encadenado a una infernal cacería que es un trasunto de las obsesiones que nos mueven y nos destruyen. 

Hoy mi deuda con los clásicos es apenas una milésima menor, pero mi disfrute como lectora se ha ensanchado en un grado difícil de medir. Me reafirmo en mi convicción de que los clásicos lo son por algo. En el caso de Moby Dick, hay todo un universo de sensaciones, motivos de asombro y de reflexión, sublimes contemplaciones de paisajes y de almas humanas, en las páginas que median entre el célebre «pueden ustedes llamarme Ismael» y el hermoso y desolador final: «…y el gran sudario del mar volvió a extenderse como desde hacía cinco mil años».

Comentarios

  1. Ha sido toda una experiencia, Rubén. Melville ha conseguido que me pasen por encima las olas del océano y las pasiones arrolladoras de sus personajes. Podría decirse que me siento al mismo tiempo zarandeada y llena de admiración.

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