EN EXPOSICIÓN (XII): LO OCULTO

La exposición Lo oculto permite realizar un curioso recorrido por las colecciones del Museo Thyssen-Bornemisza, desde representaciones piadosas medievales hasta composiciones abstractas, desde los maestros del Barroco, pasando por los paisajistas decimonónicos y las sugerentes visiones de los simbolistas, hasta la ruptura de las vanguardias del siglo XX.  El hilo conductor que permite transitar por tan diversas concepciones de la pintura y sensibilidades tan dispares es, como el título indica, la presencia en los cuadros –o en sus autores– de elementos que con frecuencia pasan inadvertidos al espectador corriente y que se vinculan con las facetas más oscuras y misteriosas de la realidad: la alquimia, la astrología, el espiritismo, la demonología, el chamanismo, la teosofía y los sueños, oráculos y premoniciones son los temas que dan título a las siete secciones que conforman la muestra. Encontrar la relación entre los cuadros que la componen y dichos asuntos es, con frecuencia, un reto para el visitante, un desafío a sus conocimientos y, por qué no, a su imaginación. Yo diría que Lo oculto es una exposición para leer. La información presente en las cartelas es fundamental para entender la ubicación de las pinturas en sus correspondientes secciones y proporciona además detalles muy interesantes sobre los artistas y las circunstancias en que las obras fueron concebidas. 

En una de las primeras salas de la muestra, la dedicada a la astrología, entre sabios de la antigüedad con manuscritos decorados con los signos del zodiaco, personajes poderosos que se hicieron retratar con su carta astral y representaciones de mitos relacionados con los cuerpos celestes, podemos encontrar visiones subjetivas del firmamento y los astros, como la acuarela Orión en invierno, del pintor estadounidense Charles Ephraim Burchfield. Según el testimonio del propio artista, el germen de este cuadro estuvo en una noche de insomnio en la cual Burchfield, acosado por dolorosos pensamientos, buscó consuelo en la contemplación del cielo nocturno y lo encontró al distinguir el cinturón de Orión. Años después, el pintor plasmó esta sensación de paz empezando este cuadro el mismo día en que el astronauta John Glenn orbitaba en torno a la tierra. Con independencia de esta historia que pone de manifiesto la vinculación emocional del pintor con el espacio y los astros, el espectador percibe algo mágico en este paisaje invernal dotado de una extraña animación. La reducción del espectro cromático a su mínima expresión, el extraordinario brillo que confieren a la escena nocturna la nieve que cubre el suelo y las estrellas que pueblan el firmamento, con sus formas que evocan ojos que nos observan desde lo alto, crean la sensación de estar frente a un paisaje soñado, más un estado del alma que un espacio físico real.

La sala dedicada al espiritismo alberga obras de artistas que en su trayectoria personal estuvieron vinculados de alguna manera al interés –tan decimonónico– por buscar la comunicación con los muertos. En ella se pueden contemplar una serie de paisajes crepusculares o nocturnos, recorridos por presencias que más parecen espíritus que personajes de carne y hueso. Entre todas estas sugerentes representaciones, elijo una de un artista para mí desconocido hasta ahora, el postimpresionista francés Henri Le Sidaner. La choza en la linde del bosque muestra una escena cotidiana pasada por el tamiz de la mirada del artista. El regreso a casa de una muchacha produce así una honda sensación de melancolía. La choza aislada que se recorta sobre el tupido tapiz del bosque, con su peculiar color azul y su ventana iluminada como un ojo que vigila, se diría un ser vivo que aguarda la llegada de quien no puede evadirse a su reclamo. Como espectadora, me sentí inmersa de inmediato en un clima de misterio; no pude obviar la impresión de que este edificio solitario, situado en la frontera con el mundo mágico del bosque, me estaba llamando también a mí.

La impresionante Piedad de José de Ribera oculta uno de los secretos más inquietantes de la muestra. También uno de los más dudosos. Se trata de un cuadro tan intenso y conmovedor que es fácil ceder al simple placer de contemplarlo y olvidarse de buscar su vinculación con la sala en la que se encuentra ubicado, que es la dedicada a la demonología. Pero una reproducción ampliada de un detalle de la pintura, junto con su correspondiente cartela explicativa, nos desvela algo sorprendente: la existencia de un ojo de expresión maligna que nos observa desde un pliegue del sudario de Cristo. Al parecer, un vigilante del museo fue quien llamó la atención sobre esta perturbadora presencia. A partir de ahí, han florecido las hipótesis. ¿Se trata del ojo de Dios, que nos reprocha el sacrificio de su hijo? ¿Es la mirada del propio artista, clavada para siempre en la posteridad? ¿O es el demonio quien nos escruta desde su posición de inferioridad, aplastado por el acto de generosidad de Jesucristo, pero recordándonos a la vez que, a pesar de su transitoria derrota, sigue presente y al acecho? Resulta inevitable pensar en otra posibilidad: imaginar al vigilante del museo, inmóvil durante horas en su puesto, contemplando la maravilla pintada por Ribera y dejando libre su capacidad de observar y de asociar formas con ideas. Es, sin duda, la hipótesis menos grandilocuente, pero a mí no me decepciona en absoluto; tiene el encanto de ese juego de nuestra infancia de contemplar las nubes y encontrar en ellas la evocación de una realidad. A juzgar por el nutrido grupo humano que rodeaba este cuadro en particular las dos veces que he visitado la exposición, yo diría que somos muchos los que estamos dispuestos a seguir a ese anónimo y creativo vigilante en el vuelo de su imaginación. Tal vez –y esto es lo más perturbador– seamos nosotros quienes deseamos añadir a esta emocionante imagen sacra la mirada del demonio.

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