LECTURAS DE ABRIL (2023)

Por cuestiones de tiempo, no reseño todos los libros que leo; de empeñarme en hacerlo así, la lectura perdería algo de su carácter placentero para derivar hacia los senderos de la obligación. Pero ocurre con frecuencia que en una época de especial ajetreo se me queda en el limbo algún libro que me pesa no haber comentado. Sucede entonces que procedo a rescatarlo, que lo hojeo hasta encontrar ese hilo de la memoria del que tirar para traer al presente ―al presente de esta lectora algo saturada― una impresión fresca. Este ha sido el caso de La proeza de los insignificantes, de Eduardo Moreno Alarcón, obra ganadora del Premio de Novela Corta Encina de Plata en 2020. Pero un proceso tan habitual en mí ha presentado en esta ocasión una peculiaridad: empecé a hojear los primeros párrafos y, cuando quise darme cuenta, me había adentrado en la sorprendente trama creada por el autor, en las divertidísimas andanzas de sus peculiares personajes, que no pude abandonar hasta el párrafo final. En definitiva, que realicé una relectura completa, y además de una sentada: ventaja de las novelas breves, especialmente las que destilan ingenio y originalidad. La proeza de los insignificantes comienza con una «Advertencia del autor» en la que Jaime Ballester, escritor de gran éxito comercial, nos anuncia que estamos ante la última de sus obras y nos previene del carácter real de los hechos que se dispone a relatar, a pesar de su apariencia increíble. Se nos sitúa, por tanto, en ese  terreno tan grato a críticos y lectores intelectuales que es la metaliteratura, pero nada más ajeno a esta novela que los vanos alardes culturales o la pedantería: los temas de la inspiración y el papel del artista, centrales en la historia, son tratados con una sana irreverencia y una visión desmitificadora. Eduardo Moreno se ríe de todo y de todos en esta trama loquísima que tiene como punto de partida la caída de un meteorito en un pueblo de Teruel y ―aunque parezca imposible― va in crescendo hasta el desenlace. Y lo hace con un lenguaje rico, lleno de palabras expresivas, algunas de ellas de creación propia, otras terruñeras y olvidadas, que el lector descubre o recupera con alborozo. Hay mucho en esta historia de lugareños, científicos y artistas que encuentran la inspiración por extrañas vías de esa tradición tan española ―tan quevedesca― del humor que deforma la realidad y que se clava en la entraña misma de las palabras, que se pliegan y retuercen al servicio de la agudeza del pensamiento. Ha sido, en definitiva, un feliz reencuentro. Queda demostrado que mi sempiterna falta de tiempo puede traer gratas consecuencias. 

He leído poco a Georges Simenon, lo cual resulta llamativo si tengo en cuenta mi cercanía a personas que sintieron gran admiración por él. Hasta ahora, mis incursiones en su literatura se habían limitado a Pietr, el Letón, novela policíaca en la que se presenta a su memorable personaje, el comisario Maigret, y Las hermanas Lacroix, análisis inmisericorde de una turbia relación entre parientes que me ha llevado a aplicar desde entonces la fórmula «parecer una familia de Simenon». Tres habitaciones en Manhattan supone, por lo tanto, mi tercer acercamiento y el que marca para mí una auténtica inflexión: me declaro rendida frente a la sutileza y la sabiduría con las que este autor explora los recovecos del alma humana. Tres habitaciones en Manhattan presenta a dos personajes desclasados, perdidos en la noche de Nueva York. Él es un actor francés, famoso en su país de origen pero desconocido en su nuevo entorno, y ella es la ex esposa de un diplomático, que con su divorcio ha perdido su desahogado nivel de vida y el contacto con su hija. Doloridos y vulnerables, a la deriva en la concurrida noche ciudadana, estos dos solitarios establecen una relación sentimental cuyos vericuetos revela Simenon desde la perspectiva del protagonista masculino. El punto de vista, que se ciñe escrupulosamente a lo que el hombre piensa, sabe y presencia, crea un halo de incertidumbre y misterio en torno a la figura de la mujer. Conocemos así las inseguridades, las zozobras, la exaltación amorosa e incluso las mezquindades que asaltan al reciente enamorado, en un inquietante proceso de análisis de la pasión que tiene mucho del suspense de una historia policíaca, pero también del conocimiento de que toda relación humana se basa en un salto de fe, en la inexplicable confianza en quien, a pesar de todo, no deja nunca de ser un extraño. 

Tres mujeres, dos épocas y una misma familia, aunque la  estructura de esta no sea exactamente la que se ha mantenido de cara al exterior durante muchos años: tales son las hebras con las que teje Maggie O’Farrell esta novela emocionante, cuyo título parece presagiar un caso criminal y cuyo desarrollo en cierta forma lo confirma, aunque no a la manera tradicional. La extraña desaparición de Esme Lennox cuenta una historia en la que nada resulta ser como parece, en la que el peso de las convenciones y los secretos familiares han creado un sólido entramado de mentiras que la autora, y de su mano el lector, se disponen a desmontar. Pero ese viaje a las verdades ocultas no va a ser fácil, ya que O’Farrell construye su relato con una libertad en principio desconcertante, con saltos temporales y de puntos de vista, al hilo del juego traicionero de la memoria. Una joven que acaba de enterarse de la existencia de una tía abuela recluida en un psiquiátrico, una anciana que reconstruye su infancia y otra que vive en las nebulosas del alzheimer son los tres puntales de este puzle que se va montando frente a los ojos del espectador. De esas piezas que se ensamblan poco a poco resultan especialmente atractivas ―al menos, para esta lectora― las que están narradas desde la perspectiva infantil, que no es otra que la de la pequeña Esme Lennox, una niña singular que no encaja en los rígidos esquemas de la familia acomodada a la que pertenece. Como ya tuvimos oportunidad de apreciar en la hermosa Hamnet, O’Farrell posee la mágica habilidad de colocar al adulto en la corta estatura de un niño para desde allí ir mostrando los paisajes a la vez familiares y asombrosos en los que se desenvuelve toda infancia. El constante choque entre la libre y original protagonista y el estricto entramado de normas a las que por su condición de mujer de clase alta se ve abocada es el detonante de un trágico destino marcado por la pérdida, el rechazo y la reclusión. Esa «extraña desaparición» a la que alude el título es fruto de una larga injusticia que solo se podrá reparar cuando salga a la luz la verdad, con toda su crudeza.

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