AMBIGÜEDAD

En estos tiempos complejos y enfermos de sobreinformación, en los que estamos pendientes de debates parlamentarios, duelos en el Senado, encendidos hilos de Twitter, evoluciones de conflictos bélicos, declaraciones de líderes mundiales y enfrentamientos dialécticos en las redes, solo nos quedaba (o tal vez “sólo” nos quedaba) estar pendientes de vaivenes en los plenos de la Real Academia de la Lengua. Esta institución vetusta, que suscita con frecuencia el jocoso desdén de quienes alardean de modernidad, ha pasado a estar en el centro de la actualidad esta semana que termina gracias a la encendida polémica referente a la tilde del adverbio “sólo”. Dejo constancia aquí de mi estupor. Nunca creí que una sociedad empeñada en la sistemática simplificación de su lengua a través de la mensajería instantánea fuera a estremecerse siquiera por una tilde más o menos. 

Tal vez sea que la tilde de “sólo” posee un carisma especial. Es una tilde clásica, pulcra y gramatical; sirve para distinguir dos categorías, para trazar la frontera entre adjetivo y adverbio, y deja por ello en quien la pone el agradable regusto de estar usando su lengua con propiedad. Nos ha acompañado durante mucho tiempo, hasta que la RAE decretó su desaparición en la Ortografía de 2010. No recuerdo que por aquel entonces tal decisión causara especial revuelo, o tal vez es que en aquella época yo no me había asomado apenas al proceloso mundo de las redes sociales; tan solo oí quejarse a personas de mi entorno, tan acostumbradas a su uso, que temían no ser capaces de prescindir de ella. De ahí que me resulte sorprendente la reciente agitación producida en las redes por las noticias contradictorias a raíz de un pleno académico: ¿Se recuperaba la querida tilde? ¿Se modificaba la norma de 2010, a todas luces errónea? ¿O quedaba su uso a la libre elección del escribiente? Ante tal desconcierto, el jueves pasado se produjo lo nunca visto: expectación ante el inminente pleno de la RAE. Los titulares de los diarios se volvieron ortográficos por un breve interludio. Los comentaristas de la radio glosaban, entre divertidos e intrigados, el suceso. Arturo Pérez-Reverte, orgulloso ocupante del sillón T de la academia y defensor acérrimo de la cuestionada tilde, saltó a la palestra con su bronco estilo habitual, pronosticando “un pleno tormentoso”. Lo imagino, más que nunca, imbuido por el espíritu pendenciero de Quevedo en las novelas del Capitán Alatriste, a punto de lanzar su consigna previa al duelo: «No queda sino batirnos». Anónimos usuarios de las redes manifestaron su adhesión al carismático signo y el profundo rechazo que les había producido en su momento su eliminación. Algunos salieron a la luz, cual maquis de la ortografía, para confesar que habían mantenido su uso de forma clandestina, a pesar de las prohibiciones. Otros se ratificaron en lo que ya habían dicho, al parecer, en 2010: los señores de la RAE se habían equivocado. Una sola cosa he sacado en claro de semejante guirigay: cada español lleva dentro no solo un seleccionador de fútbol y un presidente del gobierno, sino también un académico de la lengua. 

La cuestión quedó al fin resuelta con unas declaraciones del director de la RAE, repentinamente popular cual actor de serie de moda. Todo había quedado en agua de borrajas: el retorno de la añorada tilde no se había considerado en realidad y los señores académicos ratificaban la eliminación que decretaron hace ya más de una década, con una excepción. Y es aquí donde, curiosamente, empieza la desazón de quien suscribe estas líneas. Se deja la opción de acentuar “sólo” cuando, a juicio del que escribe, haya riesgo de ambigüedad. Yo, que he contemplado toda esta polémica ortográfica con apacible escepticismo, me siento inquieta de repente. Ya no se trata solo ―¿sólo?― de relegar la tilde a los casos de ambigüedad, sino que esta puede ser detectada libremente por cada cual. ¿Una ambigüedad de quita y pon, que puede serlo o no serlo según quien elabore el mensaje? ¿Una ambigüedad tan ambigua que se puede discutir su condición…? Creedme: ahora sí que me siento afectada por esta polémica de la tilde. Porque sus escurridizas reglas de uso me hablan de unos tiempos confusos, poliédricos, en los que la misma ambigüedad se ha vuelto indetectable, en los que resulta imposible orientarse, en los que ya no queda ni la tranquilizadora certeza de saber discernir entre lo que es y lo que no es ambiguo. O lo que es peor: en la que cada cual, a su buen (o mal) juicio decide dónde estriba la ambigüedad.

Comentarios

  1. Quizás, ese buen presidente, ha deseado preservar a la Academia de la chabacanería al uso en otras instituciones, a saber, su utilización espuria para usos muy distintos a aquellos para los que fueron creados. En este caso, el presidente, casi pidiendo perdón por aparecer en un informativo, nos quiso transmitir que, para algunos, es mejor sacrificar un principio que convertir la Academia en otro circo.

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  2. Y es una sabia posición. En estos tiempos de polémica constante, en que se entra en tromba en un debate para abandonarlo de inmediato a favor del siguiente, se agradece una muestra de esas cualidades en desuso que son la mesura y la discreción.

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