MICROCOSMOS

Todos los miércoles a media mañana me corresponde vigilar el recreo de los más jóvenes de mi instituto. Los tres profesores que coincidimos en esa tarea charlamos, nos paseamos juntos, observamos los juegos y las evoluciones de los gozosos estudiantes liberados durante veinte minutos de la sujeción del aula. Recibimos saludos y peticiones de los alumnos a los que damos o hemos dado clase. Intervenimos, con desigual fortuna, para mediar en algún conflicto. Velamos para que los balonazos y las carreras desenfrenadas no desemboquen en alguna lesión y todos los chavales regresen a sus aulas sanos y salvos cuando suena el timbre que anuncia la reanudación de las clases. Me gusta pensar que somos una especie de ángeles de la guarda, algo mermados en cuanto a poderes, pero igualmente voluntariosos. 

De todo lo que me toca hacer durante esos veinte minutos, lo que más me gusta es observar. Porque resulta que el patio de mi instituto en el recreo es una especie de microcosmos, una recreación a pequeña escala de las múltiples facetas de la vida. Está, en primer lugar, el predominio del más fuerte. Se encarna en ellos ―en pocos casos, en alguna “ella”―: los poderosos, los atrevidos, los beligerantes, los dueños del espacio y el balón. Son los futbolistas, que ocupan con sus partidos el patio superior y que no se conforman con la cancha cuyos límites están señalizados en el suelo, sino que extienden su juego adonde les lleve el curso errático de la esfera y su afán por competir. Los he visto perseguir el balón por espacios destinados al paso, apartando de un empujón si es preciso a todo aquel que se ponga por medio y que cometa la imperdonable falta de no compartir su fervor futbolero. Los riño por ello todos los miércoles, invariablemente, en torno a las doce y media. Y todos los miércoles a las doce y media me miran atónitos, dudando del estado mental de esta profesora que se empeña en defender que el fútbol no es el centro de todas las cosas. 

Como suele ocurrir, el grupo dominante tiene algún eslabón débil, algún miembro que lucha por integrarse y sufre por ello calamidades sin fin. El ejemplo más claro es un chico que ejerce de portero de uno de los equipos y que de forma invariable choca, es derribado o se dobla los dedos dolorosamente cuando intenta detener uno de los cañonazos lanzados por sus compañeros. Todos los miércoles se hace daño, todos los miércoles se empeña en seguir jugando, conteniendo el gesto de dolor o apretándose la mano dolorida contra el cuerpo. Hay algo admirable, pienso, en la determinación de este muchacho tan poco dotado para el deporte. Cerca de su portería, como atraído por su condición de miembro más débil, se pasea otro chico que cruza una y otra vez la pista sin atender a las evoluciones de balón y jugadores. Sufro por él. Le llamo. Habla conmigo: es un niño peculiar, que me mira fijamente, como sin entender del todo lo que le digo. Comprendo que a este testigo asombrado de la vida le gustaría estar en el centro de la vorágine, pertenecer al grupo de atléticos colegas que despliegan su vitalidad y a veces hasta su puntería. Comprendo que nunca lo logrará. Vuelve a caminar arriba y abajo, en trayectorias repetidas, muy cerca de la cancha, durante el resto del recreo. 

Este campo de fútbol de dimensiones indeterminadas está rodeado por la masa de los indiferentes. Se sientan en bancos de piedra, pasean muy cerca de donde los jugadores rivalizan por la posesión del esférico símbolo del poder. De vez en cuando reciben un balonazo, pero no se inmutan: siguen hablando, comiendo el bocadillo, hundiendo los dedos en una bolsa de aperitivos con imperturbabilidad bovina, en una especie de presagio de futuros sometimientos. Viendo la mansedumbre con la que acatan la posibilidad de un golpe, tengo la sensación de que estos chiquillos saben ya de la inutilidad de rebelarse contra lo inevitable. El partido de fútbol me parece así un entrenamiento, no solo para los que corren y sudan y afinan la puntería. 

Mientras en el lugar de honor se produce esta exaltación del vigor, múltiples formas de vida más apacibles bullen por los aledaños. Están los jugadores de tenis de mesa del patio de abajo, que acompañan las partidas con su charla, como futuros locutores deportivos. También los que practican baloncesto y saltan con la increíble liviandad del final de la infancia. Pero si nos fijamos un poco más, en esta especie de indagación de naturalistas, descubriremos en rincones discretos a los sujetos más silenciosos. Son los lectores. Una niña se sienta junto al pequeño huerto escolar con un libro precioso de tapa dura sobre las rodillas. Le pregunto por su lectura y me la muestra, orgullosa: es una novela de fantasía. Allí rodeada por las plantas, abstraída en su mundo de ficción, esta pequeña lectora me parece una deliciosa criatura de la naturaleza. Cerca de ella, sentado en el suelo, junto a una esquina del edificio y con la espalda apoyada en un banco, otro niño lee en una extraña postura, con los ojos muy cerca de un libro electrónico. Me preocupo por él, le pregunto si tiene frío, le propongo que se siente en el banco. Me responde a todo que no. Me doy cuenta de que la pantalla del libro muestra un texto con unas letras grandes. Un compañero de guardia me confirma lo que ya sospecho: el chiquillo tiene un problema de visión. Lo observo a ratos durante el resto del recreo, sin dirigirme más a él; he comprendido que le molesta. Medito sobre la presencia, en este microcosmos, de las malas pasadas de la vida. Y también, como no podría ser menos, de nuestra inevitable compañera: la soledad.

Comentarios

  1. La pertenencia a una hinchada ¿no es una forma de engañar la soledad?

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  2. Tienes razón. Todo deseo de inclusión en un grupo es una forma de esquivar el miedo que produce la idea de estar solo. En el caso de los adolescentes, eso los lleva en ocasiones a realizar acciones o adoptar actitudes con las que, en el fondo, no se identifican. Tal vez la niña que lee junto al pequeño huerto es la persona menos sola de ese microcosmos que he descrito.

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