LECTURAS DE OCTUBRE (2022)
Bajo
el engañoso e irónico título Mi año de descanso y relajación, la autora
estadounidense de origen persa-croata Otessa Moshfegh nos entrega un relato
insólito y perturbador. La publicidad que precede a la novela ayuda a crear un
desconcierto que supongo premeditado. No se trata de la historia de una mujer
que no reúne ganas para levantarse de la cama ni, como algún chusco titular
afirma, de una especie de manual sobre «cómo pasarse un año en la cama viendo pelis de los
80».
La protagonista y narradora, una joven sin nombre de privilegiada condición
económica, decide llevar a cabo un arriesgado ritual de purificación: dormirá
todo lo posible durante un año, con el fin de despertarse renovada y poder así
afrontar su vida. Para ello contará con la inestimable colaboración de una
psiquiatra excéntrica e irresponsable, una auténtica máquina de recetar todo
tipo de medicamentos para inducir el sueño. La experiencia oscila entre lo
cómico y lo aterrador; el lector no puede evitar divertirse con algunas de las
extremadas situaciones que protagoniza esta joven deseosa de vivir en estado
latente, pero se siente sobrecogido por su vulnerabilidad y por el extremo
peligro al que se expone con su arriesgado experimento. A medida que avanza la
lectura, se impone un sentimiento de profunda lástima por esta mujer
desnortada, que posee todos los dones físicos y materiales, pero que es víctima
de una absoluta falta de afecto desde la infancia. Con un sentido del humor
certero y cruel, la autora crea un impagable repertorio de personajes
secundarios: la extravagante psiquiatra, la amiga que se empeña en serlo a
pesar de la esquivez de la protagonista, el artista ultramoderno que se sirve
del atrevido experimento como material para una de sus rompedoras creaciones.
Moshfegh no deja títere con cabeza en su recorrido por este año de vida
congelada, que es cualquier cosa menos relajado. Una novela sorprendente,
incómoda, que explora sin tapujos los territorios menos complacientes del ser
humano. Una auténtica bomba.
«La
soledad es de las pocas certezas que puede tener el ser humano», afirmó
Cristina Peri Rossi en una entrevista tras la publicación en 2012 de su libro
de relatos Habitaciones privadas. En efecto, los sentimientos de
incomunicación y aislamiento son el hilo conductor que atraviesa estas pequeñas
historias de variado sesgo: el hombre que cree haber encontrado el amor en la
persona de una prostituta oriunda de la Europa del Este con la que apenas puede
comunicarse; la madre de familia que es trasladada a una institución
psiquiátrica a causa de su desequilibrio mental; la mujer que decide ir en
busca de una pareja virtual que ha conocido a través de una página de citas; el
asesino en serie que recibe cartas de admiradoras; el adúltero que evoca a su
amante mientras está de vacaciones con su familia; el hombre enganchado a jugar
solitarios en el ordenador hasta el punto de no tener otro foco de interés en
su existencia… Estos y otros personajes son los ocupantes de las “habitaciones
privadas” a las que hace referencia el título. Viven encerrados en sus
respectivos espacios, intentando establecer una relación imposible con sus
semejantes o aislados por propia voluntad. Destaco los dos últimos cuentos del
volumen. Como la chistera de un mago supone un oasis de optimismo y buen
humor; su protagonista es un delicioso personaje al margen de las normas ―considerado
loco por la sociedad, como no podía ser menos― que decide atracar un banco y
lanzar al aire el botín para que sea recogido por los transeúntes, en un
excéntrico gesto de libertad frente al sistema. La lección de zoología,
relato que cierra el libro, es absolutamente impactante: lo protagoniza un
elegante profesor que, tras una clase en la que explica el comportamiento
sexual de los animales, se convierte él mismo en un animal cuando, ya en casa,
se deja llevar por sus impulsos al recordar a una de sus alumnas. Peri Rossi me
ha parecido una escritora valiente y sin concesiones, con una mirada original y
una enorme capacidad para plasmar en palabras los sentimientos y emociones más
recónditos. Habrá que seguir leyéndola.
Escucho
una entrevista radiofónica con Manuel Longares y caigo rendida ante su
personalidad de hombre humilde, tímido y bondadoso. Un escritor-escritor,
encerrado en su casa y en su mundo, consagrado a su exigente labor con las
letras y ajeno a la farragosa tarea del autobombo y engolamiento en la que con
tanta frecuencia caen los de su gremio. Un autor con el que me encantaría
cartearme, pero, a falta de esa oportunidad, sobre cuya obra, desconocida para
mí hasta este momento, me apresto a caer con ávidos ojos lectores. Comienzo por
lo último y también más breve, dado que el tiempo es un valor más bien escaso para
mí en esta época del año. La escala social es un peculiar libro que no
alcanza las cien páginas y que encierra una luminosa variedad de registros.
Como su autor explica en el prólogo titulado Formato, lo componen
sesenta narraciones muy breves, que no superan las doscientas palabras, y que
están divididas en cinco capítulos que marcan la progresión del día: aurora,
mañana, tarde, noche, madrugada. Este formato autoimpuesto tiene mucho de
exigencia, de reducción a lo esencial y de pulido del lenguaje, y presta a la
mayor parte de los relatos un ingrediente enigmático: una simple alusión, una
frase que podría pasar inadvertida, contiene la llave que abre la puerta de la
comprensión. Con frecuencia, dicha comprensión viene condicionada por la
experiencia del lector, ya que muchos de los textos están vinculados a
coordenadas espaciales o temporales muy concretas. Dudo, por ejemplo, que
alguien que no haya presenciado el populoso acto en que representantes del
cuerpo de bomberos de Madrid descuelgan el cuadro de su patrona, la Virgen de
la Paloma, pueda comprender el relato titulado Costumbrismo; para captar
el sentido del titulado Febrero, hay que tener muy presente la figura de
Larra y su terrible final. Alusiones culturales aparte, el libro es una fiesta
del lenguaje y un repertorio de las más variadas emociones. Hay momentos
conmovedores y los hay escatológicos; hay humor y lirismo. Incluso cuando uno
se queda fuera del sentido completo del relato ―a mí me ha sucedido en alguna
ocasión―, siente el impulso de seguir adelante, de abrir otra de esas pequeñas
cajas llenas de sorpresas que Manuel Longares ha preparado con cuidado
exquisito.
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