CUADROS RECUPERADOS (XXIII): NATURALEZAS MUERTAS

El pintor estadounidense John Frederick Peto es autor de naturalezas muertas en las que objetos cotidianos se recortan sobre fondos oscuros con la serenidad de modelos que posaran ofreciendo su humilde sabiduría. Son bodegones graves y austeros, serios dentro del desorden que domina sus componentes. Están tratados con un realismo tal que su autor ha pasado a la posteridad como un maestro del “trampantojo”, técnica consistente en crear en el ojo humano una ilusión de realidad donde solo hay elementos pintados. El cuadro que traigo hoy a esta sección tiene para mí un valor sentimental añadido que queda patente desde su título: Materiales de estudiante. Siempre me han conmovido los estuches e instrumentos de escribir, los libros y cuadernos que acompañan a los humanos en la carrera del aprendizaje. Me gusta observarlos, relacionarlos con la personalidad del que los emplea, ordenarlos cuando son abandonados de cualquier forma por un estudiante impaciente por salir al recreo. He puesto capuchas a innumerables bolígrafos y guardado otras tantas gafas en sus fundas tras el sonido del timbre liberador. Pero volvamos a la pintura de Peto. Los protagonistas del cuadro (libros, tintero, pluma, pipa, vela), contemporáneos a su autor, tienen para la posteridad el encanto de representar un mundo perdido. Mi favorito es el viejo cuaderno que cuelga del tablero. Su cubierta desgastada, precioso ejercicio de texturas, lo identifica como un camarada bregado en mil lides estudiantiles. No solo tengo la impresión de que podría tocarlo con extender la mano: estoy deseando hacerlo, abrir su tapa, pasar sus hojas y adentrarme en las notas y observaciones de un estudiante que dejó de serlo hace mucho. 

(Los cuadros de mayo. 2020)

Compatriota de autores que cultivaron con asiduidad el bodegón, el pintor holandés Kenne Gregoire realiza una revisión del género desde supuestos que se alejan de los cánones clásicos. Gregoire es autor de naturalezas muertas en las que se conjuga un extraordinario realismo con un toque de inquietante irrealidad. En la que encabeza estas líneas, lleva a su extremo la pericia técnica en la captación de las texturas: la cerámica, el metal, el cristal en sus distintos grados de transparencia, la madera desgastada y llena de grietas. Es difícil ir más allá en la imitación fiel del mundo material. Y, sin embargo, este cuadro está en las antípodas del realismo fotográfico. El intenso contraste entre los dos colores complementarios, rojo y verde, así como la peculiar perspectiva que sitúa al espectador en una posición elevada pero que le permite simultáneamente ver el lateral de los objetos, crean una imagen singular, llena de sugerencias. El detalle de las flores que se deshojan sobre la mesa proporciona un toque delicado y decadente. Estos sencillos utensilios están llenos de alma. Como en todas las grandes naturalezas muertas, lo único muerto es el título. 

(Los cuadros de noviembre. 2013)

Partiendo del bodegón, género clásico por antonomasia, se puede llegar a interpretaciones tan mágicas y personales como las del pintor asturiano contemporáneo Carlos Sierra. Sus cuadros se estructuran a partir de un núcleo que recrea fielmente la realidad. En el que encabeza estas líneas, dicha función la realiza el lienzo representado en la zona central, en el que frutos variados se plasman con detalle y nitidez, en la más pura tradición de la naturaleza muerta. El artista parece reproducir una de sus propias obras en esta “pintura de pinturas” para después liberar su fantasía en torno a ella: las aves, criaturas libres donde las haya, rodean esta creación estática, acuden en bandada, se posan en sus nidos o dejan caer misteriosas plumas cuya procedencia se nos oculta. Este mundo lleno de lirismo está resuelto con tonos amarillos que son una explosión de colorido, un triunfo de la emotividad y la vida. Las naturalezas muertas de Carlos Sierra contienen en su denominación una evidente paradoja; son un torbellino de sensaciones y movimiento, una instantánea captura del vuelo de la imaginación.

(Los cuadros de diciembre. 2016)

Limpieza, elegancia y reducción a lo esencial son los rasgos definitorios del estilo de Marta Gómez de la Serna, pintora nacida en Madrid en 1953. Este Bodegón con uvas es una buena muestra de ello. No me detendré a insistir una vez más ―van ya unas cuantas― en la fascinación que ejerce sobre mí el color blanco en la pintura; sólo diré que este cuadro simple y delicado es un nuevo ejemplo de esta inclinación mía. Una pared dotada por el tiempo de un sinfín de matices, un plato blanco y dos racimos de uvas son los elementos mínimos sobre los cuales la autora ha construido su obra. Parece difícil atraer la mirada del espectador utilizando una mayor economía de medios. Este bodegón posee la simpleza y la gravedad de las piezas clásicas; se me ocurre que podría haber adornado durante siglos los muros de una villa romana. Frente a una realidad sobrecargada de estímulos, la pintora ha operado por reducción, ha dejado fuera estridencias y contrastes, ha dado la espalda a los fáciles efectismos. La imagino más borrando que pintando, eliminando la torpe y abigarrada maraña que nos envuelve hasta llegar a la más delicada esencialidad. Como un músico hábil que conoce el arte de manejar los silencios. Como un buen poeta, que pule y pule sus escritos hasta dejar fuera de ellos todo aquello que no es realmente poesía.

(Los cuadros de julio. 2014)

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