ENTIERRO VIKINGO

Una persona muy cercana a mí suele decir, cuando se tiene que desprender de un objeto especialmente querido, que este se merece un entierro vikingo. El moderno prosaísmo de aparatos electrónicos o vehículos a motor queda así embellecido por la imagen de barcos funerarios, piras y ofrendas. Esta persona, qué duda cabe, es fantasiosa y romántica a partes iguales. En ese sentido, no difiere mucho de mí.

Este preámbulo viene al caso porque, hace unos días, mi libro electrónico eligió dejar de funcionar. Llevaba tiempo dando signos de decadencia; era frecuente, por ejemplo, que se quedara colgado en la mitad de una lectura, y que yo me viera obligada a reiniciarlo introduciendo un objeto punzante en un orificio mágico creado a tal efecto. Dicha acción tenía el sorprendente efecto de apagar el dispositivo que se había quedado congelado, y que recobraba al poco la consciencia con el suave asombro de una princesa durmiente revivida por un beso. Quién tuviera incorporado un mecanismo semejante para empezar desde cero en una situación complicada. El caso es que mi querido libro electrónico decidió el viernes pasado que su ciclo vital había terminado. Habría cumplido siete años el próximo mes de noviembre: fue un regalo de cumpleaños. Tuvo la delicadeza de esperar a que la mudanza en que su pobre dueña se hallaba inmersa estuviera medianamente encauzada; al menos, a que sus compañeros de papel hubieran emergido de las cajas en que habían sido trasladados y estuvieran colocados en las estanterías. No quiso dejarme sin lectura. Era, qué duda cabe, un buen amigo. Lo había demostrado durante estos últimos años, confortándome en las noches de insomnio, acompañándome por hoteles y aeropuertos con su potente carga de volúmenes, incomprensiblemente liviana.

Mi querido libro electrónico tuvo su pequeño rito funerario. No fue un entierro vikingo, pues las piras y los dispositivos electrónicos son una mala combinación. En realidad, el ritual de despedida estaba previsto en sus ajustes y fue algo ajeno a mi intervención. Sucedió cuando aproveché su último aliento para vaciarlo de contenido: podía tirar en el punto limpio la carcasa física, pero me negaba a arrojar a un contenedor las maravillosas fantasías de Murakami, las sutilezas de Patrick Modiano, las intrigas de Henning Mankell y sus colegas de novela negra, las sobrecogedoras historias de Pierre Lemaitre y Emmanuel Carrère, las perturbadoras maquinaciones de Jon Bilbao, la belleza y la profundidad de Muñoz Molina. De modo que pulsé la opción de vaciar la memoria. Esperaba como respuesta una ventana que anunciara que la operación se había culminado con éxito, pero en su lugar ocurrió una cosa sorprendente: se borró la lista de libros y la pantalla fue ocupada por una ilustración. En ella se representaba al propio libro electrónico, del cual salía galopando un caballero en armadura, con la lanza en ristre. Fue como ver el alma abandonando el cuerpo. Recordé entonces que el modelo de mi dispositivo tenía como nombre Cervantes. Don Quijote escapaba así de lo que ya no era más que un objeto inerte, en busca de un nuevo libro en el que vivir sus aventuras. Busqué mi móvil para hacer una foto como recuerdo y –creedme– me enjugué una lágrima, en una mezcla de emoción y pragmatismo. Acababa de confirmar lo que ya sospechaba: mi compañero electrónico no solo era un buen amigo, sino todo un caballero. Como diría Rafael Alberti, qué buen caballero era


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