ENTRAR EN LA FICCIÓN

Uno de mis episodios favoritos de El Quijote es aquel en que el ingenioso hidalgo presencia una función de títeres en una venta en compañía de otros huéspedes y de su escudero Sancho. La rudimentaria representación cuenta una historia cuyo origen se pierde en las brumas de las leyendas carolingias, la del rescate de Melisendra, cautiva del rey moro Marsilio, por su esposo don Gaiferos. Siento especial debilidad por la encantadora ingenuidad del teatro primitivo, así que disfruto imaginando el teatrillo portátil instalado en la sala de la venta, la atención de los espectadores dispuestos frente a él en confusa formación, las evoluciones de los muñecos manejados por el hombre escondido tras el armazón y las elocuentes palabras del muchacho encargado de ejercer de narrador. Pero lo que más me gusta de este episodio, al que se suele aludir como el del retablo de maese Pedro, es la vehemente reacción de don Quijote cuando la trama se complica para los protagonistas, que huyen a caballo de la persecución de las tropas del rey Marsilio. Convencido de la realidad de lo que contempla, el impetuoso caballero se pone en pie espada en mano y se lía a cuchilladas, con el consiguiente destrozo de las figurillas que formaban el ejército de malvados perseguidores. Me conmueve la capacidad del bueno de don Quijote para volver real lo ilusorio, para dar carta de autenticidad al mágico juego de la ficción. 

Salvando las distancias, el retablo de maese Pedro me recuerda a una situación en la que me vi inmersa hace muchos años y que habla también de la emoción capaz de derribar las fronteras entre lo representado y lo vivido. Sucedió en 1984 en una sala de cine de Madrid. Si hago caso a mi memoria, situaré la acción en el cine Capitol; era, en cualquier caso, una sesión abarrotada de público. Mi butaca debía de estar situada de la mitad hacia atrás del patio de butacas, porque recuerdo numerosas filas llenas de espectadores desplegándose frente a mí. La película que se proyectaba ante tan animado auditorio era Los santos inocentes, la adaptación de la novela de Delibes dirigida por Mario Camus. Yo era muy joven y no conocía la obra que le había servido de base, así que fue entonces cuando asistí por primera vez a las insoportables humillaciones padecidas por Paco el Bajo y su familia, a la loca iluminación del entrañable Azarías, al intolerable despotismo del señorito Iván, dueño de los destinos y las almas de los campesinos que habitan sus tierras. He vuelto a ver la película años después, esta vez en una emisión televisiva, que es la que me proporciona la mayor parte de los recuerdos que de ella guardo. Porque el principal recuerdo que conservo de aquella primera vez no tiene que ver con lo que sucedía en la pantalla sino con algo que ocurrió en el patio de butacas: en el momento en que Azarías tomaba venganza por la muerte de su grajilla ahorcando al señorito Iván, la sala entera prorrumpió en un cerrado aplauso. Yo nunca antes había oído aplaudir en el cine (creo que tampoco he presenciado algo así después). Tal vez por eso atesoro este episodio como algo único, el momento en que dejamos de ser espectadores para convertirnos en humanos solidarios con esos seres reales que no estaban ya proyectados sobre una pantalla, sino a los que podríamos tocar con solo extender la mano. Si hubiéramos tenido la genial locura de don Quijote, tal vez nos habríamos levantado de nuestra butaca mucho antes, enarbolando un bolso o un paraguas (no andamos sobrados de espadas en estos tiempos modernos), para intervenir en defensa de los pobres humillados. 

Recuerdo hoy esta anécdota porque hace dos días nos dejó Juan Diego, el actor que encarnó al señorito Iván en la película de Camus. Y lo hizo con una fuerza y convicción tales que no es extraño que los espectadores de media España nos volviéramos Quijotes frente al retablo de maese Pedro por obra y gracia de su interpretación. Cómo hemos odiado al señorito Iván, sentados en nuestras butacas y salones, cobijados en la oscuridad del cine o en la charla de nuestro compañero de sofá. Solo uno de los grandes es capaz de crear un villano tan despreciable y aterrador sin entrar en el terreno de la exageración. Era un actor inmenso y formaba parte de la vida de los amantes del cine y el teatro de mi generación. Qué huérfanos nos vamos quedando.


Comentarios

  1. Creo que adoramos lo ajeno y obviamos lo nuestro, jamás nadie se sentirá huérfano de Lauren Bacall o Gregory Peck pero mi Gracita Morales murió en el olvido y la indigencia.

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  2. Pues has ido a mencionar a dos actores foráneos cuya pérdida sentí como algo propio. Ambos eran parte de mi infancia de niña "rara", amante del cine clásico y, sí, también ellos me dejaron un poco huérfana, o al menos rompieron al marcharse dos de los pocos lazos que van quedando con aquella niña que se refugiaba en el mundo mágico e irreal del blanco y negro.

    La otra cuestión que planteas me da mucho que pensar. Siempre hablamos del poco aprecio que hacemos los españoles de lo propio, de lo que descuidamos a nuestros grandes personajes (es proverbial, por ejemplo, nuestra facilidad para perder cadáveres de hombres y mujeres ilustres, en un macabro descuido que ha dado mucho trabajo a la posteridad). No sé si es un defecto inherente a nuestra idiosincrasia o si el defecto es otro: creer que hacemos mal en exclusiva cosas que están presentes en otros pueblos y que son propias de la triste condición humana en general.

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