UNA BRISA OLVIDADA

Tengo una alumna que va siempre despeinada. Es menuda, es de las más jóvenes del instituto, es delicada y expresiva, responde a un sonoro nombre italiano. Llamémosla Chiara. 

La primera vez que me fijé en que Chiara iba despeinada, se lo hice notar. Venía ―pensé― de correr en el recreo o en la clase de educación física, y el hecho de que finos mechones se le hubieran soltado de la diadema y le aureolaran la cabeza en completo desorden era algo natural y transitorio. De no ser por estos tiempos de pandemia que nos han vuelto distantes y desconfiados, la habría peinado yo misma. Me encanta el acto de peinar a un niño: es un gesto que transmite reposo y confianza, que relaja y establece una especial vía de comunicación. He visto a chiquillos de ingobernable inquietud quedarse muy quietos, relajados como gatitos, mientras me esforzaba por poner orden en sus indómitas cabelleras. También he visto encogerse a otros con una repentina expresión de miedo, como si una mano que se acercara a ellos fuera necesariamente el preludio de un contacto nada amistoso: no siempre la vía de comunicación está abierta. Pero volvamos a Chiara. 

Cuando le comenté a mi alumna el llamativo aspecto de su pelo, se echó a reír y cambió de tema. Era el comienzo de la clase y al poco se incorporaron sus compañeros, así que no hablamos más. En días sucesivos, la observé con más atención y me di cuenta de que ir despeinada es algo que a esta niña le sucede con independencia del momento del día y de las circunstancias: a primera hora lo mismo que a última, después del recreo igual que tras un examen o una hora de trabajo. La melena abundante y castaña de Chiara no se somete a normas, se escapa de cintas y diademas, se mezcla sobre su cabeza hasta convertir la raya del pelo en un camino tortuoso y discontinuo. Es una alumna responsable, que habla con un precioso acento y compensa sus carencias idiomáticas haciendo expresivos gestos con las manos e incluso con el cuerpo entero, que se vuelca sobre el cuaderno para hacer las tareas y permanece concentrada, sin apenas moverse, en una actitud apacible que contrasta con sus pelos revueltos, de chiquilla que se ha descontrolado misteriosamente, cuando no había testigos. Avanza el curso y empiezo a mirar a Chiara y a su melena revuelta con una prematura añoranza. En breve vendrá la adolescencia con sus tiranías y esa cabellera en libertad será tal vez encorsetada, recogida, pulida, untada con potingues variados. Chiara empezará a mirarse de reojo en los cristales, a suspirar con disgusto ante su imagen, a morir de vergüenza cada dos por tres. Hasta que esto suceda, disfruto observándola mientras navega en su maravillosa edad, absorta en sus tareas, ajena a la imagen que proyecta, libre y despeinada, como agitada por una brisa que en su día, creo recordar, también sopló para mí, pero que se fue debilitando hasta cesar del todo hace demasiado tiempo. Chiara y su melena revuelta me parecen la esencia misma de la infancia.

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