PASAR DE LARGO

Hace tres meses, me dirigía al trabajo a primera hora de la mañana preparándome para una jornada atípica. Era la víspera de Halloween y, como sin duda saben mis colegas de la enseñanza, ese día una puede encontrarse impartiendo clase a un auditorio compuesto por zombis, catrinas, niños diabólicos, monjas asesinas y un variado número de seres siniestros no tan fáciles de identificar. Esa mañana iba, pues, mentalizándome del ambiente entre macabro y festivo que me aguardaba, pero nada me había preparado para lo que iba a encontrar a la vuelta de una esquina. En un recodo que forma la fachada de un instituto vecino al mío, un sin techo, madrugador y dispuesto, recogía el pequeño campamento que había desplegado para pasar la noche. Me había cruzado con él otras mañanas antes que aquella, pero esta vez había algo distinto en él: portaba sobre la cabeza un adminículo con unos vistosos cuernos de diablo. Aquel hombre que había pasado a la intemperie una de esas noches de otoño que empiezan a ser duras en Madrid había tenido el humor de arreglarse para la fiesta. Me pareció que bajo aquella imagen pretendidamente alegre subyacía una auténtica historia de terror. 

Me he acordado de esta anécdota al leer en la prensa una noticia referida a unos hechos sucedidos en París hace más de diez días y que parecen extraídos de un relato clásico, al estilo de los conmovedores ―y terribles― cuentos de Andersen y de Oscar Wilde. Un anciano que da su habitual paseo al anochecer sufre una caída y queda tendido en el suelo. Desconocemos la causa; un tropiezo, un resbalón, un mareo tal vez. El hombre, que es ya un octogenario, no es capaz de levantarse. Es enero, es París y cae la tarde, lo cual quiere decir que hace mucho frío. Pero, repito, se trata de París y, además, de una calle concurrida, lo cual haría presagiar la inmediata intervención de viandantes y servicios sanitarios. No es así. El anciano permanece horas sobre la acera, al parecer entre una óptica y una tienda de vinos. Cederé a la tentación del humor negro: no es buen lugar para caerse; los borrachos tienen mala fama y ahuyentan cualquier atisbo de compasión. El caso es que pasa el tiempo, el anciano se congela y finalmente hay una persona que se detiene junto a él y, percatándose de la gravedad de su estado, avisa a urgencias. Es un vagabundo que tal vez, al inclinarse sobre el hombre tendido, ha experimentado por un instante la ilusión de estarse viendo a sí mismo. 

Lo que acabo de relatar es la muerte del fotógrafo suizo René Robert, sucedida el pasado 19 de enero en la calle Turbigo de París. Podría ser también la historia de las numerosas personas que mueren de frío cada invierno en las calles, no solo en nuestro país vecino. Es una noticia incómoda, que, supongo, habrá puesto en estado de alarma a unas cuantas conciencias. El trabajador que regresaba apresurado a casa, el grupo de amigos que salían de un café, el olvidadizo que corría a comprar algo imprescindible, los turistas que intentaban orientarse de vuelta al hotel, el trasnochador que se bajó del taxi frente a su casa, la pareja de enamorados que no se terminaba de despedir: la palpitante fauna humana que atraviesa la noche de la ciudad y que en aquellas fatídicas horas rondó el punto donde el octogenario se congelaba hasta la muerte tiene mucho que pensar a raíz de esta noticia. Tal vez más de uno recuerde cómo apresuró el paso, cómo miró de reojo sin querer ver, cómo dudó si detenerse pero se dejó vencer por el desagrado o por la urgencia. Quizá los que estábamos lejos de la calle Turbigo la noche del pasado 19 de enero tengamos también otras miradas de reojo que recordar, otros pasos apresurados, otros bultos informes a los que alguna vez no llegamos a otorgar la categoría de congéneres. Es el signo de los tiempos. Cuando quiero consolarme con la idea de que la humanidad ha progresado, pienso en las ejecuciones públicas de otras épocas y me conforta la firme convicción de que hoy en día nadie se detendría a contemplarlas. Es verdad. Hoy en día, nuestra actitud vital consiste en pasar de largo.

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