ALUMNOS SIN ROSTRO

Esta semana he visto por primera vez a gran parte de mis alumnos del Bachillerato a distancia. Nunca me había sucedido algo así, que mis alumnos carecieran de rostro hasta mediados del mes de febrero. Es verdad que lo llevan escrito en el nombre de su programa de estudios: son estudiantes a los que se da clase una sola vez por semana y a los que con frecuencia, a causa de sus horarios laborales, se atiende por teléfono o por correo electrónico. Pero además, en este curso complicado, a esa premisa de base han venido a sumarse una pandemia, un temporal de nieve y una lesión que me ha mantenido apartada del instituto durante mes y medio. En consecuencia, cuando el jueves pasado fueron entrando en el aula de exámenes, apenas dos o tres rostros me eran conocidos. Los demás formaban una masa anónima con la que sin embargo, yo era consciente, me unía un número importante de contactos a distancia.

Paseando entre las filas de estudiantes embebidos en sus folios de examen, revisando los documentos de identidad dispuestos con cuidado sobre las mesas, fui descubriendo con alborozo nombres bien conocidos que me evocaban consultas e intercambios de dudas ―también alguna queja por una nota insuficiente― realizados a través de medios electrónicos; horas y horas de clase impartidas por videoconferencia en las que rara vez alguien más que yo se conecta con cámara y en las que estoy condenada, por lo tanto, a explicarme frente a un inhóspito auditorio formado por recuadros vacíos, singularizados tan solo por la presencia de unas iniciales. Fui descubriendo así los rostros que se escondían tras las Valerias, Jessicas, Juan Carlos, Hugos, Danieles y Albas que componen este peculiar alumnado fantasma. O lo que es lo mismo: los seres humanos que animan las asépticas iniciales HR, VM, DJ, AG, habituales receptoras de mis clases virtuales. Descubrí también lo alejadas de la realidad que eran las imágenes que me había forjado de cada uno de ellos.

Diré, por ejemplo, que Vanessa, puntual y discreta asistente a mis clases virtuales ―la original no se llama así, pero responde también a un nombre de resonancias anglosajonas―, ha resultado ser una jovencita pizpireta de flequillo castaño, nariz respingona y ojos claros, cuando mi imaginación, a saber por qué, la había evocado latina, profunda y oscura. Un estudiante de aspecto aniñado y mirada esquiva se ha desvelado el autor de una serie de correos electrónicos en los que, con una prosa enérgica y precisa que rebosa aplomo y autoconfianza, me solicitó en su momento la revisión de la nota de la primera evaluación. Yo lo había imaginado, como es fácil suponer, maduro y desafiante.

El momento más intenso lo viví al encontrarme con un nombre compuesto que solo podía corresponderse con el de un alumno al que di varias clases virtuales en solitario durante el temporal del pasado enero. Sentí una alegría desproporcionada al reconocerlo. Me recordé en mi casa, aislada por la nieve, explicando el Romanticismo frente a una pantalla de ordenador que me conectaba con un desconocido que intentó en vano activar su cámara y que tuvo que entrar varias veces porque la plataforma, por completo colapsada, insistía en expulsarlo. A pesar de todo, se creó una curiosa corriente de comunicación y simpatía entre los dos, al hilo de los desvaríos de Byron, del desbordante mundo narrativo de Victor Hugo y la intensidad de las hermanas Brontë. Buscamos en Google cuadros de William Blake y compartimos nuestras impresiones; al hablar del género teatral, me contó que trabajaba como técnico en un centro cultural y estuvimos charlando sobre su contacto con el teatro. Se formó una curiosa isla de calidez, en medio de la distancia y la nevada. Creo que mi alumno de nombre compuesto sintió algo parecido al descubrirme el pasado jueves entre los profesores que hacían la guardia del examen. Nos sonreímos con afecto, a través de la mascarilla. Un dato curioso: es el único estudiante cuyo aspecto no me sorprendió. Lo había intuido, de alguna manera, por su voz. Increíble el poder de la voz humana, incluso en la distancia.

Comentarios

  1. Querida Beatriz, deseo que estés mejor de tu lesión. Qué maravilloso lujo sería que pudiéramos disfrutar de tus clases a través de youtube. Un abrazo.

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  2. Lo bueno de una lesión es lo que supone de llamada de atención sobre el propio organismo. Se comprende de repente las infinitas y maravillosas posibilidades que tiene nuestro cuerpo en estado normal. Irlas recuperando poco a poco es una labor lenta, que exige voluntad, pero que está llena de esperanza y de asombro.

    Gracias por tus amables palabras sobre mis clases, querida Pili. Un abrazo.

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