ADICCIÓN

Tengo alumnos adictos. Semejante afirmación, pronunciada hace no muchos años, nos habría traído de inmediato al pensamiento el consumo de sustancias prohibidas y de variado efecto sobre el estado de ánimo y la percepción del mundo. Hoy las cosas han tomado un rumbo diferente y, casi con seguridad, a la mente de la mayoría de los que leen estas líneas habrá acudido la imagen de un objeto rectangular y luminoso que centraliza el interés vital de nuestras generaciones más jóvenes. Pero no voy a hablar de drogas ni de pantallas, sino de una adicción sorprendente que me ha salido hoy al paso al finalizar una de mis clases matutinas y que ha llenado de color este miércoles que presagiaba ser igual que otros tantos.

Estaba yo recogiendo mis cosas para abandonar el aula donde imparto Literatura Universal; es una tarea que dura más de lo esperable, porque tiendo a dispersar mis objetos sobre la mesa y la silla destinadas al profesor, en un proceso similar al de plantar un campamento. Es, se me ocurre ahora, señal de que me encuentro a gusto y el tiempo de la clase se me hace escaso; hay un cierto deseo de permanencia en mi insistencia en colocar carpetas en diferentes rincones, en sacar todo el contenido de mi estuche y desplegarlo sobre la mesa. El caso es que andaba yo algo apurada levantando aquel simulacro de campamento, cuando se me ha acercado una alumna que tiene un hermoso nombre de resonancias artísticas y a la que bautizaré como Tristana; por qué no. Tristana, que tiene los ojos claros y un rostro que recuerdo encantador, y que desde hace meses se me muestra velado a medias por la mascarilla, me ha soltado con decisión, contagiada tal vez por mis prisas:

―Profe, me he leído El mercader de Venecia.

Me ha pillado un poco desprevenida; he mostrado una alegría ―me temo― demasiado tibia. Tristana ha comprendido que debía ampliar su información.

―Es que ―me ha dicho― como para el examen me leí las dos obras en lugar de una…

(Este mensaje de mi alumna requiere una breve explicación: para el último examen, di a elegir a los alumnos entre dos obras de Shakespeare, una tragedia y una comedia. Elección imposible para ella. Tuvo que leerse las dos.)

―…y ya le he cogido el gusto ―continuaba explicando Tristana―, ahora resulta que ya no puedo parar. Estoy en una fase en que me lo trago todo. Leo sin parar…, pero enterándome, profe. Y con Shakespeare tengo ganas de leérmelo entero. He localizado ya Macbeth y El rey Lear, y van a ser las siguientes.

Puedo afirmar que el rostro de la muchacha estaba, a esas alturas, dotado de una luz especial. He mostrado de nuevo mi alegría, la he felicitado, le he explicado algunas cosillas que le pueden facilitar la comprensión de Rey Lear (como si las fuera a necesitar…), que son las que me explicó mi profesora de literatura cuando, a la misma edad que Tristana, caí víctima de idéntico encantamiento. Me he aturullado y he renunciado a meter con orden fundas de plástico, estuche y carpetas en la cartera con la que deambulo por el instituto. Una alumna adicta a Shakespeare. ¿Qué importancia tenía todo lo demás?

La expresión de Tristana se ha ensombrecido por un instante y se ha inclinado hacia mí para hacerme una confidencia. Venía, me he temido, la parte negativa. He escuchado con atención.

―Lo malo ―ha susurrado― es que, después de leer a Shakespeare, ya no puedo leer a Lope de Vega.

Nos hemos mirado, nos hemos echado a reír con auténtico deleite y un cierto aire furtivo, como dos conspiradoras. Que nos perdone la irreverencia el gran Lope, que era un tipo enorme y seguro que sabrá hacerlo. Tristana y yo parecíamos en esos instantes dos adictas a la misma droga que se encuentran y se reconocen. Dos adictas que saben además de la superioridad de su droga sobre todas las que en el mundo son y han sido. He abandonado el aula con retraso, portando una cartera vacía y llevando mis objetos repartidos de cualquier forma entre ambas manos. El miércoles se había vuelto definitivamente luminoso.

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