LECTURAS DEL PASADO OTOÑO (2020)

Hace una hora que el otoño de este año atípico (eufemismo para terrible) es ya historia. Aquí va la primera entrega de las lecturas que me han acompañado durante estos tres meses. La segunda se publicará en unos días y tendrá un matiz más oscuro. Es el signo de los tiempos.

No es fácil reseñar un libro por el que se siente entusiasmo; se corre el riesgo de caer en una acumulación de adjetivos laudatorios y afirmaciones exaltadas que no hay forma de justificar desde un punto de vista objetivo (en última instancia, la razón por la que conectamos con un determinado escritor se pierde en la bruma de nuestro inconsciente). A mí me sucede con Graham Greene. Gracias a la labor de reedición de Libros del Asteroide, ha llegado a mis manos esta nueva traducción de su novela El revés de la trama, igual que hace un año llegó El final del affaire. Son dos obras que se pueden equiparar en muchos sentidos: en el sutil análisis de las emociones de los personajes, la contención expresiva, la capacidad del autor para crear seres de carne y hueso y su empeño en bucear en temas espirituales como el pecado y la culpa. El ferviente católico Greene consigue un milagro (con perdón por el chiste, que no ha sido buscado): que esta recalcitrante descreída comprenda y sufra con las criaturas surgidas de su imaginación, también creyentes convencidos que ven tambalearse su religiosidad frente al envite de las pasiones humanas. Ambientada en una colonia británica en África occidental descrita con viveza y economía de recursos, El revés de la trama cuenta básicamente la historia de un hombre bueno. El policía Henry Scobie, honesto y amante de su trabajo, casado con una mujer por la que solo siente instinto de protección, es el héroe de esta trama en la que se ven puestas a prueba sus más firmes convicciones en el terreno profesional y religioso. Me confieso enamorada de este personaje gris en apariencia y lleno de matices. He vivido con él durante los últimos días, experimentando el calor pegajoso del trópico, conociendo a los variados y pintorescos personajes que constituyen el mapa humano de la sociedad colonial, preocupándome por las trampas en las que él mismo se va dejando enganchar, guiado por el amor a su esposa y el afán de cuidar a los que lo rodean. He disfrutado y sufrido a partes iguales. Lo que decía antes: un milagro. Graham Greene me demuestra una y otra vez la delicia de asomarse a la mente de quien en principio nos resulta profundamente ajeno.

Un grupo de avezados viajeros recorren los caminos de Grecia enfrentándose a peligros sin cuento: rutas accidentadas, bandas de salteadores, territorios en guerra. Se diría que ellos mismos son unos tipos peligrosos, empeñados en una oscura misión, en una pertinaz caza. Pero este grupo de valientes está formado en realidad por emisarios del faraón de Egipto encargados de localizar el más insospechado de los tesoros: libros destinados a engrosar los fondos de la naciente Biblioteca de Alejandría. Este es el fascinante punto de partida del ensayo El infinito en un junco de Irene Vallejo. Da un poco de miedo acercarse a los libros que vienen precedidos del unánime elogio de un amplio grupo de lectores; existe siempre el temor de no disfrutarlos del todo, de no llegar a apreciar por completo sus bondades, de quedarse fuera de esa tupida red de admiración que los envuelve. Así, dominada por ese recelo, comencé la lectura de esta obra, pero bastaron las primeras líneas para que toda prevención me abandonara y me encontrara embebida en la fascinante aventura que supone la creación y desarrollo del libro en el mundo antiguo. He dicho antes que se trata de un ensayo, pero esta obra maravillosa tiene mucho de narración, de cruce de las historias de innumerables personajes anónimos o conocidos ―escribas egipcios, aedos, bibliotecarios y coleccionistas, libreros, poetas e historiadores, maestros, lectores apasionados, copistas medievales― cuyos rostros y efigies Irene Vallejo resucita y sitúa frente a nosotros con pasmosa viveza. Hay mucho también de la autora, de las emociones de la pequeña lectora que fue, apasionada por las vidas que brotaban con solo abrir la cubierta de un libro y convencida de que los ejemplares que en su casa habitaban eran únicos y habían sido creados exclusivamente para ella. También de su angustia de adolescente acosada que busca en la lectura un lugar grato en el que refugiarse de la injustificada violencia de sus iguales. El viaje a través de las páginas de esta obra larga que se lee sin sentir es, por lo tanto, doble: a los orígenes remotos de un objeto que, a fuerza de cotidiano, hemos dejado de considerar portentoso, y a la trayectoria lectora de cada cual. Que es como decir, en muchos casos, a la trayectoria de toda una vida. 

Una mujer llega a una isla con la que no la une vínculo alguno. La llevan a ella dos razones: una postal con un conciso mensaje (“volveré pronto”) enviada desde allí por su marido y la necesidad de descubrir lo que este encontró en dicha isla y que lo cambió para siempre. Este es el sugerente planteamiento de El vergel de Josefina Aldecoa. La novela está construida como una sucesión de voces, las de los lugareños con los que se va entrevistando la protagonista y que van desbrozando poco a poco el misterio: el dueño del alojamiento que dio cobijo a su esposo, el médico con el que trabó amistad, los pescadores y gente sencilla que durante un tiempo formaron su entorno. La isla, una Lanzarote cuyo nombre nunca se explicita, se adueña con la intensidad de su paisaje de la protagonista y también del lector. Pueblos aislados, volcanes extinguidos, caminos solitarios, playas salvajes y, en el centro de la isla, una casa rodeada por un exuberante jardín que es un oasis en mitad de un paisaje castigado por la sed: el vergel que da título a la novela y que simbólicamente es la clave del enigma. Parábola de la incapacidad para conocer a las personas más cercanas, esta historia es un viaje en busca del otro que desemboca, como no podría ser de otra forma, en una indagación en el propio interior.

Mi primer encuentro con este libro sucedió como más me gusta: mientras estaba curioseando en las estanterías de una librería. Me atrajo la editorial ―todos los libros publicados por Libros del Asteroide se merecen, en principio, mi atención―, pero, sobre todo, su hermoso título. Por aquel entonces estaba yo buscando un regalo y no lo dudé: elegí de inmediato este De noche, bajo el puente de piedra de tan sugerentes resonancias. Tiempo después, me lo he vuelto a encontrar, esta vez cuando buscaba mi siguiente lectura entre los fondos de una biblioteca digital. He podido descubrir así la originalidad de este libro fronterizo entre la novela y el conjunto de relatos, estructurado por medio de una serie de hilos que se entrecruzan hábilmente para formar un vivo tapiz, el de la ciudad de Praga de comienzos del siglo XVI, durante el reinado del peculiar emperador Rodolfo. Es la segunda vez en poco tiempo que me traslado a dichos lugar y época; ya lo hice durante el verano con Benjamin Black y su singular intriga histórica Los lobos de Praga. De la mano de Leo Perutz, he vuelto a explorar la ciudad, desde la bella plaza de Mala Strana hasta los estrechos callejones de la judería; me he vuelto a colar de rondón en el palacio imperial, donde lo mismo he husmeado por los salones que por las estancias privadas de Rodolfo o incluso he descendido a las mazmorras. Humildes cómicos, bufones de la corte, sirvientes, nobles, alquimistas, pintores, prestamistas, perros callejeros, un emperador perdido en sus excéntricas aficiones y en un amor imposible e incluso muertos que vuelven al mundo de los vivos: ellos han sido mis compañeros en este viaje teñido de encanto y de poesía. El mundo mágico de las leyendas judías es el telón de fondo de este conjunto de vidas que se van entrelazando para formar una tupida red en la que el corazón de esta lectora ha quedado atrapado sin remedio.

De todas las bajadas a los infiernos que la literatura me ha mostrado hasta ahora, la que plantea esta novela del checo Bohumil Hrabal es la más vertiginosa, la más contundente y radical. «Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo». Esta es la frase inaugural de la novela y también el mantra que repite obsesivamente el protagonista, un viejo operario que trabaja interminables horas prensando papel para su reciclaje. El escenario es digno de una obra de teatro del absurdo: un sótano con un agujero en el techo por el que se descargan constantemente cargamentos de libros y de papel viejo que una implacable máquina aplasta, sin distinguir la materia inerte de los pequeños habitantes de ese espacio infernal, como ratones y moscas. En este ámbito de pesadilla se inicia el monólogo del protagonista, un operario sometido a un estado de semiesclavitud y que divide su existencia entre su trabajo y las constantes borracheras. Este personaje patético y alienado tiene a la vez ―y es lo singular de la novela― una singular sensibilidad que lo lleva a salvar libros de la destrucción y a decorar las gigantescas balas de papel con reproducciones de obras artísticas desechadas y arrojadas a la basura. Lo sucio y lo delicado, lo escatológico y lo sublime se dan la mano en esta obra sorprendente y estremecedora. No recuerdo haber leído nada igual. Parábola del sistema que aplasta al individuo (no en vano la invasión soviética impidió a su autor publicar durante años), es también, como lo son las grandes obras, una metáfora de la condición humana que no se circunscribe a una época y unas circunstancias determinadas, sino que es transferible a todo aquel que conciba la vida como una lucha angustiosa y sin sentido.

En la vida cotidiana, hacemos referencia a los cuentos de hadas para describir un estado de cosas ideal, cuando en realidad hay pocos universos más cerrados, opresivos y siniestros que los de estas narraciones que exploran con aparente ligereza los rincones oscuros del ser humano. Alice Thompson parte de esta dualidad para construir la trama de su singular novela El coleccionista de libros. En un Londres decimonónico no muy definido temporalmente, Violet conoce a un hombre por el que se siente atraída de inmediato. Se desencadena así una meteórica historia de fascinación mutua, enamoramiento y boda, pero lo que podría muy bien ser el final del cuento, en este caso es el principio. Y las cosas no son tan bonitas como prometían después de ese final feliz. Tras instalarse en la hermosa mansión familiar de su marido, la nueva lady Murray ―y el lector con ella― va notando que el ambiente se enrarece, que las piezas de la aparente placidez no encajan y dejan entrever una corriente subterránea de aguas turbias. Construido con una voluntaria ambigüedad, el relato oscila entre el miedo de la protagonista a estarse volviendo loca y el temor, aun mayor, de estar captando las señales reales de una historia atroz. Esta revisión moderna del mito de Barba Azul se inscribe así en la incontable lista de libros y películas que llevan en el título la palabra “coleccionista” y que tienen un carácter inquietante, cuando no directamente terrorífico. Será que la idea de alguien que “colecciona”, ya sea experiencias, objetos o incluso personas, está unida en nuestro imaginario a la obsesión por poseer, a la voluntad de detener el fluir de la vida hasta convertir esta en un simulacro de la muerte.

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