CHICOS TRISTES
Para entrar en contacto con infancias duras, para verles la
cara a adolescencias sombrías, no es necesario desplazarse mucho; a veces basta
con entrar en un ascensor.
Aclaración previa: desde hace meses tengo una lesión en una
rodilla que ha supuesto una revolución considerable en mi vida. He abandonado
actividades y he adoptado ―a la fuerza ahorcan― hábitos nuevos. Evito las
cuestas y las escaleras, hago ejercicios para fortalecer músculos, procuro
perder peso. Los autobuses y ascensores se han convertido en espacios
habituales para mí. Mi relación con las personas, en consecuencia, ha cambiado.
De ser una incansable andariega que observa un instante a los transeúntes y los
deja atrás (apenas una impresión fugaz, un ramalazo de una existencia que puedo
jugar a completar con la imaginación), he pasado a ser una apacible observadora
de actitudes, una involuntaria escuchante de palabras no dirigidas a mí. Es
especialmente curioso lo que sucede en los ascensores, esos cubículos en
constante vaivén que nos permiten irrumpir sin permiso en una conversación
ajena.
Esta mañana, en uno de los incontables viajes que he
realizado en el ascensor de mi instituto, al abrir la puerta me he encontrado
con un trío de profesoras que venían de la planta baja. Apenas nos hemos
saludado, han continuado con su charla. Una de ellas explicaba con gran agitación
las recomendaciones que se le habían hecho para tratar a un alumno. Al muchacho
o muchacha en cuestión hay que justificarle todas las faltas, repetirle los
exámenes siempre que no pueda realizarlos en fecha, dejarlo salir de clase si
se encuentra mal, ser tolerante con sus impulsos de pasarse la clase tumbado
sobre la mesa. La retahíla me ha sonado tan familiar que no he podido evitar
intervenir. En los dos pisos que nos separaban de nuestro destino, las cuatro
integrantes de ese cuarteto improvisado hemos manifestado nuestra desazón por
el creciente número de este tipo de alumnos. Yo los llamo mis chicos tristes. Son
adolescentes, casi niños a veces, aquejados de severos diagnósticos
psiquiátricos, depresión, ansiedad, fobia social. Jóvenes que a pesar de su
corta edad han rebotado de consulta en consulta, que se ausentan de clase con
inquietante frecuencia, que acuden semanalmente a citas con psicólogos y
psiquiatras, que viven profusamente medicados, aquejados de unas terribles
angustia y pesadumbre de vivir. No hay grupo en el que falte uno; en ocasiones
especialmente alarmantes, se juntan unos cuantos en la misma aula. Hace una
semana, al hacer el primer examen de esta evaluación a uno de mis grupos, me
encontré con que faltaban siete alumnos. Casi todos ellos han justificado su
ausencia por estados de desequilibrio personal.
Creo que, cuando piense en los jóvenes de esta generación
desde mi tranquilidad de jubilada, los recordaré libres de pensamiento como yo
no soñé siquiera serlo a su edad, pero también frágiles, incapaces para la vida
real, sumidos perpetuamente en el miedo y la zozobra. Algo estamos haciendo mal
todos, familias y sistema educativo, medios de comunicación y sociedad en
general, para que esta pandemia que no sale en los telediarios esté carcomiendo
los cimientos de nuestro futuro. En mi desazón de temporada de exámenes, no me
siento capaz de dar un diagnóstico acertado. Solo manifiesto mi angustia en
ascensores y charlas de departamento, o aquí, en esta pantalla abierta al
exterior, frente al estéril y al parecer inevitable sufrimiento de estos
jóvenes que, en el mejor momento de su existencia, han perdido la alegría de
vivir.
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