ISLAS
Me
gustan las islas. Mi afición empezó, supongo, cuando en los veraneos de mi
infancia tomaba con mi familia un barco que nos conducía a la isla de Tabarca,
distante apenas unos kilómetros de nuestro lugar de vacaciones. Me recuerdo
unos años después a bordo de una embarcación muy pequeña, surcando un mar de
color tinta en dirección a Capri. Yo me reía con el vaivén de la nave y con la
espuma que me salpicaba la cara. Es uno de los recuerdos más luminosos de mi
adolescencia.
Me
gustan las islas, supongo, porque el mar me parece el don más preciado que me
ha tocado en suerte al nacer en este planeta. Pero también porque hay algo en
ellas de territorio mítico, abarcable en una sola mirada, perfectamente
desligado del entorno. Las islas tienen el encanto de aquel mapa de la Tierra
Media que pegué en una pared de mi habitación mientras leía El señor de los anillos, para seguir con
más claridad las evoluciones de los personajes de Tolkien: un espacio rotundo,
coherente, con sus propias leyes. Más allá, el vacío. Un mundo vulgar sin
elfos, enanos ni hobbits. O simplemente: la realidad.
Hace
años, cuando por motivos profesionales y personales viajaba con frecuencia
entre la Península y Baleares, la persona que iba a mi lado en el avión comentó
en el momento en que sobrevolábamos nuestro destino: «Mallorca es como en los mapas». Me gustó aquella frase,
que bajo su aparente puerilidad escondía una acertada formulación de mi
sentimiento con respecto a las islas. Territorios acotados, reconocibles. Idénticos
a sus representaciones gráficas. Una mezcla de ficción y realidad, de idea y
materia. Tal vez por eso casi todos mis paraísos personales están situados en
islas.
El
último de esos paraísos lo he descubierto hace unos días y se llama Malta. Lo
uno a mi lista de los rincones insulares donde he vivido o me gustaría vivir:
Menorca, La Palma, Formentera. Podría escribir largo y tendido sobre su
inesperada belleza y tal vez lo haga en entradas posteriores; ahora me limitaré
a comentar un detalle mínimo que prendió mi atención cuando visitaba uno de sus
parajes más famosos, la espectacular Gruta Azul. Justo enfrente de la costa, se
alza un islote en el que es difícil reparar, dado lo llamativo del entorno. La
isla en cuestión es apenas un peñasco y está deshabitada; tiene además un
nombre modesto y nada eufónico: isla de Filfla. Su silueta, muy abrupta, se
diría recortada por la mano de un niño empeñado en dibujar un claro ejemplo de
islote deshabitado. Parece uno de esos parajes inhóspitos a los que van a parar
los náufragos de las novelas de aventuras, condenados a la absoluta soledad.
Pero la brusquedad de su perfil denuncia la intervención humana, y así es, como
explican los guías, algo soliviantados por los siglos de dominio inglés: la
isla fue utilizada como blanco por el ejército británico para realizar
prácticas de tiro. Su silueta torturada no es fruto de la erosión, sino de la
acción de incontables proyectiles. Es, en definitiva, una isla rota. Contemplar
su silueta en el contraluz de la bahía me causó a partes iguales tristeza e
indignación. La isla de Filfla me parece un símbolo de la más profunda
estupidez humana. En la actualidad ha sido devuelta, desigual y maltrecha, a su
madre la naturaleza, y es una zona protegida donde campan a sus anchas las aves
y lagartos. Menos mal. Debería estar prohibido destruir islas. Viene a ser lo
mismo que atentar contra el paraíso.
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