LOS CUADROS DE AGOSTO (2016)
Estos elegantes
personajes que se disponen a salir de caza como si iniciaran una coreografía
son el emblema del mes de agosto en el libro de horas Très
Riches Heures du Duc de Berry,
iluminado a mediados del siglo XV por un extraordinario pintor anónimo. Es insólito que se cuele entre mis
obras favoritas una que plasma una escena de cacería, pero no hay nada en esta
imagen que resulte brutal o violento; cuesta imaginarse el pausado ritmo de tan
refinado séquito alterado por la aparición de una fiera, de igual manera que
los perros y las rapaces que acompañan a los humanos parecen tener una función
ornamental, como los tocados de las damas o los adornos de las caballerías.
Nada menos sangriento que este cortejo de figuras que se enlazan unas con otras
con increíbles equilibrio y armonía. Como buena hija de su época, esta
miniatura está llena de detalles candorosos y encantadores: la representación
del sol como un anciano con barba que, curiosamente, parece conducir un
carromato de cómico ambulante; los símbolos de Leo y Virgo recortados sobre un
cielo estrellado; la ciudadela de cuento de hadas que se levanta en el
horizonte; las ingenuas representaciones de la siega y de los bañistas en el
río. Un mundo irreal, artificioso, en el que todos ocupan sin esfuerzo el sitio
que se les asigna por nacimiento, plasmado por la mano experta de un artista
con un especial sentido de la composición y capaz de crear los azules más
hermosos que he visto nunca.
Una
de las alegrías que me ha brindado mi reciente viaje a Berlín ha sido la
oportunidad de dialogar largo y tendido (y en ocasiones en solitario) con un
pintor que me fascina. Tenía una cita con él en el Alte Nationalgalerie, museo
consagrado por entero al arte del siglo XIX, pero también tuve un encuentro no
esperado en uno de los pabellones del Palacio de Charlottenburg. Caspar David
Friedrich me salía al encuentro, y lo hacía con cuadros que había visto muchas
veces a través de reproducciones y con alguno que no conocía. Esto último me
sucedió con el que traigo hoy a esta sección, Dos hombres junto al mar contemplando la luna. Era un cuadro nuevo
para mí, pero que me produjo una sensación de enorme familiaridad, por ser uno
de los innumerables paisajes de su autor en los que personajes de reducidas
dimensiones, situados de espaldas al espectador, se enfrentan a la grandiosidad
de la naturaleza. El contraste entre lo desmesurado del entorno natural y la
pequeñez de la figura humana expresa con increíble eficacia el sentimiento de
soledad del hombre perdido en el infinito, la melancolía o la angustia de un
ser mortal frente al universo que le sobrevivirá. Dos hombres junto al mar se orienta más hacia el terreno de lo
melancólico, con la serenidad del reflejo lunar extendiéndose sobre las aguas y
la actitud contemplativa de los dos protagonistas. Estos presentan además la
peculiaridad de la enorme semejanza de su porte e indumentaria; se diría que
son un mismo individuo desdoblado que contempla, desde dos puntos de vista
distintos, los grandes problemas de su existencia. El paisaje marino, nocturno
y apacible, se resuelve con una bellísima gradación de
ocres y dorados. En momentos así, Friedrich se sitúa a escasa distancia de la
abstracción y es capaz de expresar con hondura y libertad absoluta –como lo
haría la música— esos sentimientos que nos agitan por dentro y a los que
resulta tan difícil ponerles nombre.
Las
Metamorfosis de Ovidio son una
extraordinaria fuente de motivos para los pintores renacentistas y barrocos. El
personaje representado de forma más recalcitrante, y nunca bajo su propia
apariencia, es el del dios supremo del Olimpo, capaz de adoptar innumerables
formas ―cisne, lluvia de oro, águila, nube― para amar a los mortales que son
objeto de su capricho. El pintor italiano Antonio Allegri da Corregio
(1489-1534) elige precisamente esta última opción, tal vez la que supone un
mayor desafío técnico, y muestra el encuentro amoroso entre el dios
transformado en nube y su amada en Júpiter
e Io. Se trata de un cuadro prodigioso, que se salta de golpe tres siglos y
nos remite a la perfección en el tratamiento de las texturas que alcanzarán los
pintores academicistas del XIX (de no ser por el tipo femenino, tan adscrito a
los cánones del Renacimiento, uno esperaría encontrarlo firmado, por ejemplo,
por Bouguereau). Júpiter e Io es un
cuadro de enorme dinamismo, gracias sobre todo a la diagonal que preside la
composición y que sitúa a la mujer en una actitud de profundo desequilibrio. Es
esa línea diagonal la que divide el lienzo en dos mitades contrapuestas en
tonalidades e iluminación: la claridad del cuerpo femenino, dispuesto sobre una
reluciente tela blanca, y la oscuridad de la sombra que se cierne sobre él, en
la que se adivinan un rostro y un brazo vagamente humanos. El contraste entre
el suave abandono de Io y la amenazadora indefinición de la nube que la
envuelve es estremecedor. Alejado de representaciones mitológicas
estereotipadas, Correggio dota de inmediatez y dramatismo a la vieja historia
fabulosa; gracias a artistas como él, los mitos estarán siempre vivos.
El
año pasado por estas fechas tuve ocasión de admirar uno de los más hermosos
claros de luna sobre el mar de los que guardo recuerdo (y aficionada como soy a
dejar pasar el tiempo frente a las olas, esto es decir mucho). Cuando vi este
paisaje de Darío de Regoyos, me dejé llevar de inmediato por la nostalgia y
supe que tenía que terminar con él la selección de cuadros de este mes de
agosto que se escapa. La playa de Almería
de noche es un lienzo limpio y sencillo como su título, pero a la vez, como
suele suceder en los proyectos en apariencia simples de los grandes maestros,
oculta una importante dosis de sabiduría. Esta escena casi monocroma está llena
de detalles en los que nuestra mirada puede recrearse. Véase por ejemplo el
juego de los reflejos: el rastro brillante creado por la luna, que se derrama
sobre las aguas profundas, sobre la blancura de las olas y sobre la arena
mojada; en contraste, el pequeño y compacto sendero que un foco de luz, tal vez
el de un faro, dibuja en la orilla contraria a la nuestra. La parte más negra
del firmamento está tachonada de estrellas, de igual forma que en alta mar la
oscuridad queda rota por un lejano resplandor, proveniente quizá de una barca
de pescadores. La paleta del artista viaja desde el blanco resplandeciente
hasta la negrura más profunda con sorprendente facilidad, en una gradación sin
estridencias. Sombras y luces se alternan en una escena plácida, que invita a
la contemplación y a la serenidad, y también ―por qué no― a la evocación de
paisajes semejantes que nos han conmovido en la vida real.
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