LOS CUADROS DE FEBRERO (2016)


Los pintores que exploran el terreno del Surrealismo pueden causar un fuerte impacto en nosotros por dos razones: por crear mundos completamente alejados de la realidad que nos rodea o por adentrarse en zonas privadas y oscuras en las que podemos reconocernos. A mí me sucedió esto último la primera vez que vi Caballo y tren, del pintor canadiense Alex Colville (1920-2013): tuve la perturbadora sensación de encontrar plasmada en un lienzo una imagen extraída de mis sueños. Como les sucede a menudo a este tipo de artistas, las creaciones de Colville son tanto más inquietantes cuanto que combinan el carácter onírico de los temas con un estilo de extremados detallismo y precisión. Los tonos sombríos de su paleta subrayan el dramatismo de esta escena detenida para siempre segundos antes del desastre. Como ya he comentado alguna vez en este blog, sueño a menudo con caballos y eso me hace sentir una atracción especial por este cuadro dentro de la sugerente producción de su creador. Es, además, un caballo que por su aspecto evanescente recuerda a los de Paolo Uccello, creador de misteriosas recreaciones de batallas pobladas de guerreros y animales a medio camino entre la realidad y la pesadilla. Se podría elucubrar largamente sobre el sentido de este cuadro de Colville. A mí esta veloz carrera hacia el desastre me hace pensar en las decisiones arriesgadas, los saltos al vacío, la fe ciega que nos empuja hacia delante en el difícil ―y siempre funesto a la larga― oficio de vivir.

Como ya he comentado en alguna ocasión en este espacio, mi figura femenina favorita de la iconografía cristiana es, sin duda alguna, María Magdalena. En parte porque supone una ruptura con el ideal de mujer dulce y sumisa que encarna el personaje de María; en parte porque ha dado pie en el terreno artístico a múltiples interpretaciones que difieren entre sí y que con frecuencia están llenas de emoción y dramatismo. Hace unos días descubrí esta versión del tradicional motivo de María Magdalena retirada en el desierto realizada por un pintor barroco poco conocido, Mateo Cerezo el Joven (1637-1666). Esta Magdalena penitente prendió de inmediato mi atención. Cerezo se aparta en ella de las características habituales en la recreación de este motivo, como son el contraste entre sensualidad y ascetismo, acompañado por una notable teatralidad gestual. Esta joven de rostro demacrado, despeinada y cubierta por unas vestimentas oscuras que ocultan por completo su cuerpo, no posa para el regocijo de artista y espectadores, sino ensimismada en sus pensamientos, y transmite una profunda impresión de sinceridad. Su arrepentimiento y su dolor nos parecen sentimientos reales, no una pose grandilocuente como la que con frecuencia adoptan sus congéneres. La también habitual presencia de la calavera pierde importancia frente al crucifijo en el que la mujer clava los ojos y el libro que ocupa el primer plano de la composición. Esta figura atormentada y romántica, llena de una emoción auténtica, suscitó de inmediato mi simpatía: me pareció una mujer independiente, inquieta, con la cabeza llena de ideas en ebullición, más atenta a los dictados de su conciencia que al papel que la iconografía tradicional asigna a las de su sexo.


No puedo evitar elegir para esta sección una obra relacionada con la nieve cada vez que, al ir a trabajar por la mañana, contemplo las cumbres nevadas de la sierra. Hoy ha sucedido así y de inmediato me ha venido a la cabeza La urraca de Claude Monet. Hay una razón añadida: hará cosa de un mes, una amiga que es lectora habitual de este blog me comentaba que había tenido la suerte de visitar una exposición de este autor francés y destacaba en concreto este cuadro. Comparto su entusiasmo; de hecho, me parece milagrosa la capacidad del padre del impresionismo para construir su obra sirviéndose de una paleta tan reducida. Celebremos, pues, los coletazos del invierno con esta prodigiosa visión de los infinitos matices del blanco y con el encantador detalle del pájaro que da título al lienzo, único punto negro de la composición. En torno a esa humilde figurita encaramada en la valla se despliega un esplendor de blancura, un delicado estudio del manto inmaculado que cubre los campos, de los objetos que asoman bajo su cubierta invernal, de las ramas abrumadas por el peso de los copos, de las sombras que a intervalos vuelven gris lo blanco. Es un cuadro que, como su referente real, destila silencio y limpieza, y que lleva a su máxima expresión el poder embellecedor de la nieve.
 
Hace unos días rescaté de una estantería mi ejemplar de El club de la buena estrella de Amy Tan. No lo había visto desde hacía años y me llamó poderosamente la atención la imagen de la cubierta, una reproducción de un cuadro del artista chino contemporáneo Yang Feiyun. Lo he buscado sin éxito en Internet, pero no me resignaba a no traer a su autor a esta sección y he elegido finalmente otra de sus obras. Niña junto a la ventana comparte algunos rasgos con el cuadro que no he sido capaz de encontrar: la frontalidad y cierto hieratismo de la modelo, el aire clásico y la poderosa presencia del color rojo. Yang Feiyun es un artista que ha bebido sin duda de los maestros de la pintura occidental; esta muchacha que nos mira desde la ventana nos recuerda de inmediato a otras dos, bastante menos candorosas, que pintó Murillo en una composición similar. La delicadeza y un primoroso cromatismo son rasgos habituales en la producción de este pintor, que pertenece sin duda al grupo de los que yo denomino “artistas confortables”, creadores de imágenes fáciles de comprender, que agradan al que las contempla por el encanto de sus temas. Con todo, esta Niña junto a la ventana presenta una captación psicológica que la eleva por encima de la producción media de su autor. En la expresión de la modelo se concentra una melancolía que no podemos explicar y que nos intriga. Como sucede en las obras dotadas de una gracia especial, uno puede dedicar largo rato a perderse en esos ojos que devuelven nuestra mirada desde el lienzo y que nos remiten a algo que está más allá de la pintura.

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