MALA MAR
Cuando
me dedico a ese símbolo moderno de la pereza que es explorar los canales de
televisión, me detengo siempre que encuentro uno en el que se está emitiendo la
previsión meteorológica. Me ocurre incluso cuando dicha previsión se refiere a
territorios alejados de mi entorno o se expresa en una lengua que no entiendo:
hay algo en los hombres y mujeres del tiempo que ejerce sobre mí una poderosa
atracción y me lleva a observar con interés sus siluetas recortadas sobre mapas
poblados de soles y paraguas, de nubes de variable espesor y tonalidad, de
mareantes y sinuosas isobaras. Me parecen una especie de mediadores entre las
altas esferas y los humildes mortales; son como sacerdotes que trasladan a la
plebe las decisiones de los dioses que la condenarán a la sequía, al frío
extremo, a la inundación. Su discurso es rico en topónimos de mágicas
resonancias, en expresiones que evocan fuerzas terribles e imparables: Gran
Sol, anticiclón de las Azores, fuerte marejada, mala mar.
Este
invierno al que en breve le veremos el final está siendo un invierno raro. Es como
una fiera enjaulada que solo de tanto en tanto consigue sacar por entre los
barrotes una de sus zarpas, precisamente cuando estamos más confiados. Hace un
par de semanas sucedió así, y tras una temporada de bonanza que nos hizo pensar
en una entrada prematura de la primavera, el mapa de la previsión meteorológica
se llenó de signos de nieve; gruesos trazos en las costas señalaban la amenaza
de eso que meteorólogos y marineros llaman “mala mar”. Y fue mala, en efecto:
los medios de comunicación recogieron al poco la noticia de que un niño había
sido arrancado por un golpe de mar de los brazos de su abuelo cuando se
encontraba en compañía de este y de su padre en una playa asturiana. Puedo
imaginar ―todos lo hacemos, supongo― la terrible escena, la desesperación de
los dos hombres, las labores de búsqueda, la lucha contrarreloj en un mar
revuelto y hostil, y finalmente, la caída de la noche como un telón negro,
insoportable, sobre el desaliento de la familia. La ausencia del pequeño en su
casa es algo que ya sobrepasa mi imaginación. Es inconcebible el horror de
pensar en ese ser desvalido ahí fuera, a merced de las aguas oscuras, lejos de
los que lo quieren, solo para siempre.
Cada
vez que oigo una de estas terribles noticias, me acuerdo de un episodio contado
por la escritora Amy Tan en su ópera prima, El
club de la buena estrella. Una de las protagonistas y narradoras de la
historia recuerda un espantoso suceso que ocurrió en su familia cuando ella
tenía catorce años. Lo que empezó como una agradable jornada de playa terminó
de la peor forma posible cuando el hermano menor, cuyo cuidado le había sido
encomendado, se precipitó al agua desde un arrecife y desapareció sin dejar
rastro. La novelista retrata así la angustia de la familia:
«Estuvimos allí muchas horas.
Recuerdo las embarcaciones de búsqueda, la puesta de sol y la oscuridad. Jamás
había visto una puesta de sol como aquella: una brillante llama anaranjada que
rozaba el borde del agua y luego se abría en abanico, calentando el mar. Cuando
oscureció, se encendieron los fanales amarillos de las barcas y mi madre se
arrojó al agua. […] Cuando los hombres de la partida de rescate la sacaron
finalmente […] el agua fría empapaba su pelo y sus ropas, pero permaneció en
pie, serena y majestuosa como una reina de las sirenas que acabara de salir del
mar. La policía suspendió la búsqueda, nos acompañaron al coche y nos enviaron
a llorar a casa».
A
pesar de que fue una novela que me gustó mucho en su momento, reconozco que el
resto de los detalles de la trama se los ha tragado por completo mi memoria, tan
inmisericorde como el mar al que dedico esta entrada. El anterior episodio, sin
embargo, permanece indeleble en mi recuerdo. No es extraño: hay algo
insoportable en esas muertes que no dejan ni el consuelo de que el difunto
comparta el mismo suelo que sustenta a los que se quedan. Para expresar en toda
su magnitud el horror que entrañan, hay que ser uno de los grandes, como García
Lorca, que dejó grabada la dimensión de esta tragedia en unos versos
inolvidables: «…y que el mar recordó ¡de pronto! /
los nombres de todos sus ahogados».
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