VACACIONES PAGADAS
En
1936, el gobierno del Frente Popular instauró en Francia quince días de
vacaciones pagadas para todos los trabajadores. La medida supuso una auténtica
revolución: el obrero dejaba de ser una perpetua máquina de producir, el estado
se preocupaba por su bienestar, por su condición de ser humano necesitado de
ocio y de relaciones sociales. Los parques, las montañas, las orillas de los ríos y del mar se llenaron de turistas y paseantes dispuestos a disfrutar de sus días
de asueto, maravillados por la nueva posibilidad que se les brindaba de
disponer de tiempo libre sin el resquemor de estar perdiendo días de salario.
La maldición bíblica de ganarse el pan con el sudor de la frente se tomaba una
tregua anual de dos semanas.
Fiel
cronista de la realidad de su tiempo, el fotógrafo Henri Cartier-Bresson
realizó ese mismo año un reportaje titulado Primeras
vacaciones pagadas, en el cual se daba testimonio de las actividades
lúdicas de estos trabajadores transitoriamente liberados de su carga laboral.
Tal vez la fotografía más célebre es la que incluyo a continuación, que lleva el subtítulo
de Orillas del Sena. Contemplando
esta bucólica imagen, es inevitable acordarse de toda una tradición pictórica
de escenas campestres muy desarrollada en Francia, con Manet y su Desayuno en la hierba o Renoir y sus Bañistas al frente. Esta y otras
imágenes similares captadas por Cartier-Bresson destilan placidez, alegría de
vivir. Uno sonríe inevitablemente ante la visión de estos hombres y mujeres que
descubren con asombro el mundo del ocio, del turismo, de la realización
personal.
Pero
es inevitable que las encantadoras visiones campestres de Cartier-Bresson me
susciten este verano pensamientos poco gratos. Me hacen pensar en un grupo
amplio de mis compañeros de trabajo, los interinos que el curso pasado fueron
contratados para realizar sustituciones temporales o para ocupar plazas de
larga duración. Me he acordado con frecuencia de ellos a lo largo de estas
vacaciones. Es lógico que sea así: he trabajado codo con codo con ellos, he
compartido durante meses alegrías y contratiempos. Estos compañeros míos han sacado
adelante a sus grupos de alumnos, han atendido a padres, han corregido
exámenes, se han encargado de actividades extraescolares, se han preocupado por
sus tutorandos, han intentado con frecuencia enseñar a los chicos mucho más que
lo que su asignatura implicaba. Se han enfrentado a los mismos problemas que yo
y cualquiera diría que su trabajo ha sido exactamente el mismo que el mío, pero
hay una diferencia: este año no se les ha considerado merecedores de vacaciones
pagadas. Fueron despedidos a finales de junio y no se les volverá a contratar
hasta septiembre. Sus ratos de ocio de este verano corren de su cuenta; no
pueden, como los trabajadores franceses del 36, tumbarse a la orilla del agua
celebrando la maravilla de que el estado piense en ellos también como
individuos necesitados de asueto. Sé que es un asunto menor, un simple grano de
arena en el desierto laboral que atraviesan hoy en día tantas personas en
nuestro país, pero los grandes problemas no deben hacernos olvidar los no tan
grandes. A mí me subleva esta diferenciación entre trabajadores con y sin
derecho a vacaciones pagadas. Estoy segura de que Cartier-Bresson me apoyaría.
Cartier-Bresson y todos los que te leemos te apoyamos. Lo que mas me desconcierta de esta situación es que sea la Administración la que incumpla las normas básicas de las relaciones laborales. Y hay algo que me parece terrible: la angustia de todos esos profesores que pasan todo el verano sin saber si, al empezar el curso, tendrán trabajo y dónde. Las elecciones están próximas. L
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