LOS CUADROS DE JULIO (2014)
Contemplar
en vivo un cuadro de la pintora española Remedios Varo (1908-1963) debe de ser
como adentrarse en los recovecos de un sueño. Es una experiencia que, de
momento, no he podido disfrutar, porque el grueso de la obra de esta autora
poco conocida en nuestro país y afincada en México se encuentra fuera de mi
alcance. Sus pinturas están llenas de detalles en cuya contemplación uno podría
perderse largas horas, de la misma forma que en las páginas de un relato que
con cada nueva lectura adquiere significados distintos. El cuadro que traigo
hoy a esta sección tiene un doble título cargado de sugerencias: Revelación o El relojero. Confieso que lo conocí hace años, cuando no tenía
noticias de su autora, y que lo he guardado desde entonces en mi memoria
asociado a la novela de un autor francés contemporáneo cuya cubierta adornaba
(y cuyos detalles he olvidado por completo; el continente en este caso se
impuso al contenido). Como en la mayor parte de las creaciones de Varo, se podría
elucubrar interminablemente sobre el sentido de la escena que aquí se nos
presenta. Ignoramos cuál es el carácter de esa “revelación” que con forma de
gigantesco péndulo interrumpe la tarea del enigmático personaje central, el
hombre en cuyas manos parecen estar los engranajes del tiempo. Cada vez que me
detengo a mirar esta obra descubro un nuevo detalle maravilloso: la vegetación
que aflora por las esquinas de la sala, el juego de colores de las baldosas,
las ruedas dentadas que caen al suelo en ordenada fila, como guiadas por una
voluntad propia. Dentro de los relojes que rodean a nuestro protagonista
habitan misteriosos personajes que parecen atrapados en épocas distintas. Qué
no daría yo por tener la oportunidad de acercarme para verlos con detalle:
sueño con asomarme a este cuadro que duerme su sueño maravilloso al otro lado
del océano.
En
estos tiempos en que nuestra imagen es capturada y expuesta constantemente ante
los demás por medios fotográficos, en que podríamos elaborar un mapa de la evolución
de nuestros rasgos a base de juntar las instantáneas en las que estos se
congelan casi a diario, resulta curioso pensar en épocas en que la captación de
la propia apariencia marcaba un hito en la vida de una persona. A mí me fascina
observar retratos antiguos como este Hombre
entre las llamas debido a los pinceles de Nicholas Hilliard (h. 1547-1619).
Este artista británico nos ha dejado una amplia galería de rostros de su época,
inmortalizados en delicadas miniaturas como esta, en la que un personaje
anónimo, despojado de atavíos y signos de riqueza, aparece rodeado por un fuego
que simboliza la intensidad de la pasión que lo consume. Delicado, vulnerable,
libre de simulaciones y defensas: este enamorado que se ofrece tal cual es al
objeto de su veneración clava en nosotros una mirada que traspasa los siglos y
nos llega directa al alma. Los retratos de Hilliard tienen para mí numerosos
atractivos: aparte de su factura exquisita, poseen el encanto de dotar de
rasgos reales a los personajes del universo shakesperiano. Son, además, un
incentivo para el vuelo de mi imaginación; es tentador elucubrar sobre el éxito
de la demanda de amor del anónimo retratado, que con tanta franqueza se expone
a la mirada de los otros, armado sólo con el poder de su sentimiento.
Limpieza,
elegancia y reducción a lo esencial son los rasgos definitorios del estilo de
Marta Gómez de la Serna, pintora nacida en Madrid en 1953. Este Bodegón con uvas es una buena muestra de
ello. No me detendré a insistir una vez más ―van ya unas cuantas― en la
fascinación que ejerce sobre mí el color blanco en la pintura; sólo diré que
este cuadro simple y delicado es un nuevo ejemplo de esta inclinación mía. Una
pared dotada por el tiempo de un sinfín de matices, un plato blanco y dos
racimos de uvas son los elementos mínimos sobre los cuales la autora ha
construido su obra. Parece difícil atraer la mirada del espectador utilizando
una mayor economía de medios. Este bodegón posee la simpleza y la gravedad de
las piezas clásicas; se me ocurre que podría haber adornado durante siglos los
muros de una villa romana. Frente a una realidad sobrecargada de estímulos, la
pintora ha operado por reducción, ha dejado fuera estridencias y contrastes, ha
dado la espalda a los fáciles efectismos. La imagino más borrando que pintando,
eliminando la torpe y abigarrada maraña que nos envuelve hasta llegar a la más
delicada esencialidad. Como un músico hábil que conoce el arte de manejar los
silencios. Como un buen poeta, que pule y pule sus escritos hasta dejar fuera
de ellos todo aquello que no es realmente poesía.
Los
pintores académicos que siguen los gustos de su época corren el riesgo de ser
eclipsados en la posteridad por aquellos otros que, con mayor valentía, se
arriesgan a romper lo que la tradición y las autoridades reconocidas en su
tiempo catalogan como “de buen gusto”. Pero correr el velo del olvido sobre
estos artistas, tildándolos de conservadores o acomodaticios, nos hará también
perdernos destellos de belleza como este, producto de los pinceles del hoy
apenas recordado pintor catalán Román Ribera i Cirera (1849-1935). Cronista de
la alta burguesía, atento plasmador de ambientes refinados, Román Ribera tuvo
tal éxito entre su adinerada clientela que se vio obligado a pintar una serie
de cuadros con el mismo título, Salida
del baile, realizados por encargo y vendidos de antemano. De todos ellos,
ninguno se puede comparar, en mi opinión, con el que encabeza estas líneas.
Armonía cromática, elegancia de líneas, y, simultáneamente, una pasmosa naturalidad:
por obra y gracia de este artista exquisito, nos vemos inmersos en la elegante
comitiva que abandona una fiesta; creemos oír la música lejana, el murmullo de
las conversaciones, el crujir de los vestidos de las damas. Esta composición
truncada de la que los personajes parecen salirse nos produce una
extraordinaria impresión de vida y dinamismo; bastan unos instantes de
contemplación para sentirnos inmersos en ella. Todos los protagonistas de la
escena están concentrados en sus pequeñas acciones y ninguno repara en
nosotros, intrusos de otro siglo, incorporados por la magia del arte a esta
plácida corriente humana que nos llevará hacia espacios que el simple
espectador del cuadro sólo puede imaginar.
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