BASURA
Ayer
di mi habitual paseo de todos los viernes por el centro de Madrid. Ya lo he
comentado en alguna ocasión en este espacio: es una costumbre a la que espero
no renunciar, esta de observar las peculiaridades del mismo recorrido según la
estación y la hora, a pleno sol o de noche, con cielo luminoso o bajo la lluvia,
en jornadas tranquilas de vacaciones o en ocasiones multitudinarias. Al fin y
al cabo, es lo que hacían los impresionistas cuando retrataban incansablemente
una fachada o una estación de tren bajo distintas condiciones horarias y
atmosféricas. Es una pena que yo no sepa pintar.
Este
viernes, el trayecto que une Plaza de España con la Puerta del Sol estaba
presidido por un elemento insólito. Basura. Papeleras colapsadas, contenedores
volcados, desperdicios rebotando en los pies de los viandantes. Montañas de
desechos creciendo en los rincones. Era el cuarto día de la huelga indefinida
de los basureros de Madrid. Yo no me acercaba a la capital desde el pasado martes,
primer día de la protesta, y el panorama había cambiado notoriamente. Mi
plácido paseo de todos los viernes adquiría así una condición inesperada. No
podía dejar de observar a mi alrededor con una creciente sensación de
extrañeza.
Lo más curioso era ver a la multitud que subía y bajaba la Gran Vía sumida en sus acciones habituales, presurosa o entretenida frente a los escaparates, sin hacerse eco en absoluto de la plaga de suciedad que se había instalado en las calles. Por un momento me sentí extranjera en mi propia ciudad. Frente a mí se produjeron situaciones que se me antojaron extrañísimas: una mujer apresurada que sólo ralentizó un momento su carrera para mirar sorprendida una cáscara de naranja con la que la punta de su pie había chocado, como si cayera en la cuenta del problema en ese preciso instante. Un vagabundo tumbado en el suelo en la única zona limpia de la acera, que sin duda se había encargado él mismo de limpiar. El enjambre de personas que abarrotaba una tienda de perfumes. Una mujer mayor atravesaba la Plaza del Callao lentamente, mirando al suelo con tristeza, como presa de un cansancio infinito. Una madre llevaba de la mano a una niña a la que había casi que arrastrar porque en cada montón de basura encontraba un foco irresistible para su atención. Una urraca daba saltos entre bolsas de desperdicios tiradas en el suelo, seleccionando su pitanza.
Lo más curioso era ver a la multitud que subía y bajaba la Gran Vía sumida en sus acciones habituales, presurosa o entretenida frente a los escaparates, sin hacerse eco en absoluto de la plaga de suciedad que se había instalado en las calles. Por un momento me sentí extranjera en mi propia ciudad. Frente a mí se produjeron situaciones que se me antojaron extrañísimas: una mujer apresurada que sólo ralentizó un momento su carrera para mirar sorprendida una cáscara de naranja con la que la punta de su pie había chocado, como si cayera en la cuenta del problema en ese preciso instante. Un vagabundo tumbado en el suelo en la única zona limpia de la acera, que sin duda se había encargado él mismo de limpiar. El enjambre de personas que abarrotaba una tienda de perfumes. Una mujer mayor atravesaba la Plaza del Callao lentamente, mirando al suelo con tristeza, como presa de un cansancio infinito. Una madre llevaba de la mano a una niña a la que había casi que arrastrar porque en cada montón de basura encontraba un foco irresistible para su atención. Una urraca daba saltos entre bolsas de desperdicios tiradas en el suelo, seleccionando su pitanza.
Ayer
me pareció una imagen de pesadilla, esta zona de Madrid a la que me siento tan
unida desde la infancia. Tardé más que nunca en llegar a mi destino. Tal vez me
pesaba la sensación terrible de que la ciudad estaba vomitando a la superficie
todas las infamias de estos últimos tiempos difíciles. Las dificultades
cotidianas, las miserias, la injusticia, la deshonestidad, el abuso de los
poderosos, el sufrimiento de los trabajadores. Basura, basura y más basura,
expuesta repentinamente a nuestra mirada y al contacto de nuestros pies.
Buena esa mirada al suelo. Debajo de cada alma hay cinco ratas, algunas hasta humanas.
ResponderEliminarA raíz de tu comentario, me he dedicado a buscar por la red datos sobre el número de ratas por habitante en distintas ciudades del mundo. Siete en Santiago de Chile. Diez en Moscú. Treinta en Guayaquil. Tantas como habitantes en Nueva York, según reza la leyenda urbana. Hay mucho de imprecisión y de fantasía, es evidente; lo que sí tengo claro es que, si echáramos cuentas de ese otro tipo de ratas que mencionas en tu comentario, las cifras serían más espeluznantes todavía.
Eliminar