INFAMIAS
Uno
de los libros más singulares de ese paradigma de lo sorprendente que fue Jorge
Luis Borges lleva el título de Historia
universal de la infamia. Con genial ironía, el maestro de narradores otorga
tan ambiciosa denominación a una obra muy breve, que sobrepasa por poco las
cien páginas. A mí es un título que con frecuencia me viene a la cabeza. En el
día a día, cuando escucho las noticias, cuando llegan a mí experiencias o
testimonios que me suscitan especial indignación, voy engrosando mentalmente
ese muestrario borgiano de lo más despreciable de la humanidad. Leo, por
ejemplo, sobre la utilización de un niño con uniforme escolar como terrorista
suicida, y pienso de inmediato: “Esto,
para la historia de la infamia de Borges”. Ni que decir tiene que ese
repertorio de la infamia que habita en mi imaginación ocupa ya varios
volúmenes.
En
ocasiones, el motivo de mi ira me viene del pasado. Es lo que trae el haber
estudiado Historia de una forma poco sistemática: mis conocimientos presentan
grandes lagunas que se van rellenando a salto de mata, en ocasiones de forma
inesperada, por medio de las fuentes más variadas. Con frecuencia, me sorprendo
o me entristezco, me incomodo o me revuelvo de rabia, por acontecimientos que
afectaron a personas que llevan décadas o incluso siglos muertas. Son
sentimientos probablemente inútiles que no puedo evitar tener. Una ira,
digamos, retroactiva. Como la que me asaltó hace unos días cuando andaba
buscando material para la sección de este blog titulada Pequeños estudiantes y encontré una deliciosa imagen de unas niñas
japonesas sentadas en torno a una mesa y concentradas en sus actividades
manuales. La firmaba la extraordinaria fotógrafa Dorothea Lange, a la que
alguna vez he traído a este espacio por haber dado testimonio con su cámara de
la crisis de Estados Unidos en los años treinta, a cuyos protagonistas,
parados, temporeros y familias inmigrantes, retrató con valentía y hondura
humana. El entorno en el que se desarrollaba la apacible escena estudiantil a
la que me he referido antes era un barracón prefabricado, pertrechado con unos
rudimentarios muebles de madera. Empecé a indagar sobre la historia que se
ocultaba tras esa y otras imágenes semejantes, y tiré del hilo de un episodio
lamentable.
En
1942, como respuesta al ataque de Pearl Harbor, el gobierno de Estados Unidos
decidió internar a la población de origen japonés en una serie de campos de
concentración situados en distintas zonas del país, por temor a posibles
sabotajes. La orden afectó por igual a inmigrantes y a ciudadanos
estadounidenses de segunda generación con ancestros japoneses. En torno a
120.000 personas –familias enteras, con hijos menores- se vieron forzadas a
abandonar sus casas y a establecerse en instalaciones situadas en terrenos
despoblados, bajo estrictas medidas de seguridad. El trato dispensado a los
prisioneros en los llamados “centros de reubicación” osciló entre una cierta
consideración por parte de las autoridades y la severidad más absoluta. Muchos
de los recluidos perdieron sus posesiones, que fueron confiscadas durante su
internamiento o pasaron a manos ajenas de forma irregular. Cuando finalmente
fueron puestos en libertad, los prisioneros recibieron un billete de tren y
veinticinco dólares.
La
fotógrafa Dorothea Lange fue testigo de excepción de estos hechos. Su objetivo
inmortalizó imágenes conmovedoras: la familia que espera el autobús de la
evacuación, con las placas de identificación pendiendo de los abrigos; el grupo
de niños japoneses que, mezclados con sus compañeros, saludan a la bandera de Estados Unidos y cantan el himno con la mano sobre
el corazón; el abuelo que sujeta a su nieto sobre sus hombros frente a los barracones de internamiento. Esta última fue
tomada en el campo de Manzanar, situado en California, donde Lange realizó
fotografías del devenir cotidiano de los prisioneros, entre las que se encuentran
las enternecedoras imágenes de los pequeños colegiales que he comentado más
arriba.
Pero
la historia de la infamia se agranda y alarga sus tentáculos hacia tiempos más
recientes: estas fotografías de Dorothea Lange suscitaron el recelo de las
autoridades y fueron consideradas material reservado hasta que salieron a la
luz treinta años después de ser realizadas. Y a día de hoy, cuando ya pisamos
con pie firme el siglo siguiente, apenas existen películas de ese
subgénero tan abundante y agradecido del cine sobre campos de concentración, en
las que se relate la desgraciada aventura de estos hombres, mujeres y niños
obligados a abandonar sus posesiones y a interrumpir su vida sin otro delito
que el de sus orígenes. Creo que no hace falta ahondar mucho para encontrar el
motivo de esta omisión, de esta constante segregación entre las tragedias
humanas a las que se da relevancia y aquellas otras que conviene silenciar.
Seguiremos, en definitiva, alimentando la historia universal de la infamia.
Sabes Beatriz? No conocía este hecho. Lo conocí después de ver la película "mientras nieva sobre los cedros" que está basada en el libro de David Guterson del mismo nombre. Y tienes razón, hay cientos de historias que formarían una enciclopedia infinita para el libro de Borges.Aquí en mi país hay muchas, pero te compartiré una, la de un pueblo de nombre Wirikuta. Wirikuta es, dentro de la cosmogonía de los indígenas Wixarika, uno de los Territorios más sagrados de su cultura. En dicha zona los Wixarika creen salió por vez primera el sol y habitan las deidades y espíritus ancestrales, por tanto, consideran que cada elemento natural que habita en Wirikuta es igualmente sagrado. Los Wixarika han tenido que enfrentar una intensa lucha desde febrero de 2008 por el reconocimiento de sus derechos indígenas, tales como sus derechos al territorio sagrado, a la consulta, a su identidad cultural y a un medio ambiente sano, entre otros, debido a la ejecución de varios proyectos mineros, principalmente el de extracción de oro llevado a cabo por empresas mineras extranjeras. Angélica, que siempre te lee :)
ResponderEliminarCuántos pueblos, cuántas identidades amenazadas por la implacable maquinaria de la sed de riqueza. Tomo nota, Angélica, de la película y el libro que mencionas sobre los campos de internamiento de japoneses. Gracias por estar siempre ahí, por leerme y aportar nuevas historias y datos que tanto me enriquecen.
EliminarYo tampoco conicía este hecho y me ha emocionado, sobre todo porque me trae recuerdos lejanos pero ¡tan vivos! La infamia nos persigue y la tenemos tan cerca... L
ResponderEliminarNo cabe duda de que nuestro conocimiento del pasado se deriva en buena medida de lo que el arte y la literatura nos brindan. El cine en ese sentido ocupa un papel esencial. Me da rabia pensar en la cantidad de hechos trascendentales que ignoramos por ese empeño a medias ideológico y comercial de los que manejan el mercado cinematográfico por incidir siempre en los mismos hechos históricos. Acceder a películas de otras culturas, a puntos de vista diferentes... qué difícil. Qué sensación de que estamos encerrados en una gran burbuja que, al ser transparente, nos brinda la falsa impresión de estar en contacto con la realidad.
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