DESPEDIDAS
Todos los grupos humanos que se disuelven producen una notable carga de melancolía. Para los que nos regimos por la sucesión de los cursos, el mes de junio es especialmente intenso en ese sentido, con los compañeros que parten a trabajar a otros destinos y con los alumnos que han compartido aula durante nueve meses y que ya no volverán a estar todos juntos, porque en septiembre próximo se repartirán, por variadas causas, en grupos distintos. Conjuntos de personas que han formado una unidad durante un tiempo, que han llegado a adquirir rasgos distintivos como si se tratara de organismos vivos con múltiples cabezas y corazones pero con una tendencia común, quedan de pronto expuestos a las circunstancias que los dividen inevitablemente. Cada año por estas fechas, al dar la última clase a mis alumnos, me asalta el mismo pensamiento: “Nunca más estaremos así, todos juntos”. Por eso, todos los meses de junio me acuerdo de un relato del maestro Cortázar, que supo reflejar como nadie ese drama de los grupos humanos que se diluyen con el paso del tiempo.
Hace mucho que leí el cuento titulado Silvia, incluido en el libro de Julio Cortázar Último round. No le he releído nunca y pese a ello guardo un recuerdo muy vívido, aunque supongo que algo contaminado por los años y por ingredientes de mi propia imaginación, que tiende con demasiada frecuencia a inmiscuirse en el material almacenado en mi memoria. El caso es que no me parece del todo inadecuado para un relato que habla de cómo el tiempo va transformando las relaciones humanas; también la historia que escribió Cortázar y que yo leí siendo muy joven ha ido evolucionando en mi cerebro y no es ahora la misma que fue en un principio.
Silvia retrata la amistad de un grupo de niños, relatada por un observador adulto. Se reflejan las reuniones de los pequeños amigos, sus encuentros, sus juegos y actividades, con esa mirada entre tierna e incrédula de los mayores cuando contemplamos las evoluciones de los niños: con una buena dosis de simpatía, un mucho de añoranza, pero a la vez con la sensación de que no, es imposible, nosotros no fuimos nunca como ellos. Los críos se acercan de vez en cuando al narrador para contarle sus hazañas; en ellas aparece mencionada con frecuencia una tal Silvia, una muchacha de más edad que se ocupa de ellos pero que todavía está lo suficientemente cercana como para participar en su pequeño mundo. El narrador queda intrigado; quién es esa tal Silvia, de la que nadie del entorno sabe darle dato alguno. Los otros adultos se ríen de su interés: a qué tanta atención, si está claro que se trata de la típica invención infantil, de la clásica historia del amigo invisible. Pero el narrador –y los lectores con él- saben que la cosa no es tan fácil, que Silvia está realmente ahí, con esos niños, y llegan incluso en algún momento a vislumbrar su silueta, su perfil, su sombra escurridiza, en el jardín que es el escenario de los juegos. Pasan los años, y los pequeños protagonistas de la historia crecen. El narrador sigue interesándose por la misteriosa muchacha a la que atisbó en su momento, pero se da cuenta de que ya no está allí. Comprende entonces que Silvia era la materialización de ese mundo de la infancia, de esa amistad que unía a un grupo de niños de corta edad, y que se ha diluido hasta desaparecer a medida que los niños han ido creciendo y su relación ha cobrado otros derroteros.
Yo creo firmemente, como el narrador del cuento de Cortázar, que todo grupo humano que comparte un espacio y establece unos lazos sólidos posee su propia Silvia. Ella está allí, vigilando, cuidando, interviniendo, sonriendo o frunciendo el ceño con preocupación ante lo que sucede. Sus principales enemigos son el paso del tiempo y esos golpes de timón de la vida que de repente nos alejan de los que hasta ese momento eran fundamentales para nosotros. Este mes de junio que acaba de terminar ha sido especialmente prolífico en esos cambios: varios grupos humanos de los que he formado parte se han transformado o disuelto, y tengo la melancólica sensación de haber visto desvanecerse en el aire la silueta de más de una Silvia.
Me gustan los cambios que has hecho en el blog, Bea. Coinciden con el final de curso, y la imagen del gato en el árbol en medio de la noche me parece que invita a la posibilidad de volverse hacia otras cosas. Está bien poder parar y dedicarnos un tiempo para buscarnos a nosotros mismos desde otros derroteros. Este año me ha permitido conocerte mejor, leer algunos de tus libros y visitar tu blog. No pude despedirme de tí como me hubiera gustado. Gracias por todo, Bea. Por enseñarme cuadros que nunca hubiera visto, por dejarme a mirarlos a través de tus ojos, por tus libros, tu mirada clara y sencilla hacia las cosas más complejas. Gracias por los carteles que trasportan gratis a otros mundos. Por este rincón. Felices vacaciones, disfruta de tu descanso bien merecido.
ResponderEliminarEsto no es exactamente una despedida, Confidente fiel, ya que doy por hecho que seguiremos leyéndonos durante los dos meses de vacaciones. Aun así, aprovecho la ocasión para agradecer tu presencia constante, tus comentarios entusiastas, tus puntos de vista esclarecedores, las anécdotas curiosas o entrañables que has compartido con nosotros. Ah, y me alegro de que te guste el gato encaramado al árbol: tiene su historia, que ya contaré en una próxima entrada de este blog. Feliz verano.
ResponderEliminarCuando leo una novela, el final siempre me la hunde o me la eleva al máximo. En las despedidas me ocurre lo mismo. A veces te descubre a las personas con las que has compartido experiencias y sinsabores, con las que has puesto en marcha cantidad de actividades y que has creído que compartían tus puntos de vista. En las despedidas descubres el truco del autor, la falsedad del planteamiento y se te deshace entre los dedos todo aquello que habías vivido/leido. En el primer momento te deja un poco desarmada pero, yo, que no soy nostálgica y tengo una especial facilidad para pasar página, rápidamente me sacudo la ropa. Cojo otro libro y vuelvo a esperar de él. Nuevos descubrimientos. Y sobre todo, hay lecturas que siempre están ahí, siempre se recuerdan, porque son auténticas. Lola
ResponderEliminarMe gusta mucho, Lola, el paralelismo que estableces entre lo que vivimos y lo que leemos, entre nuestra experiencia compartida con otra persona y lo que nos aporta un autor a través de su libro. Y es verdad que los capítulos finales marcan de forma indeleble lo que conservamos en la memoria en ambos casos. Como yo, a diferencia de ti, tiendo inevitablemente a la nostalgia, me acogeré a la parte final de tu comentario, la que habla de las lecturas nuevas que vienen a sustituir a las que se acaban. Procuraré encajarlo así, para huir de la melancolía: gente que se va, otra que llega; es necesario que quede un hueco en nuestras estanterías para acomodar los nuevos libros que nos quedan por leer.
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