HISTORIAS ANTIGUAS, MIRADAS NUEVAS

Una lectora asidua de este blog, que pertenece además al grupo de los pioneros que me animaron desde el comienzo con sus comentarios, me reprochaba ayer mi marcada tendencia a lo macabro, que al parecer quedó muy evidente en el repaso que di hace un par de días a mis locos favoritos en la literatura, bajo el título de Locos de papel. Me pide que le dedique una entrada, y es obvio que desea que explore en ella facetas más amables, menos oscuras e inquietantes, del ser humano. Su petición me llegó en un momento muy adecuado: la leí ayer por la tarde, cuando regresaba de conocer a un artista capaz de hacer precisamente eso, convivir con el dolor y la miseria y sin embargo extraer el detalle más digno, bello y entrañable de sus protagonistas. Lo estuvo haciendo a través del objetivo de su cámara, durante más de siete décadas. Se trata del fotógrafo húngaro André Kertész, al que he tenido la oportunidad de conocer gracias a una exposición de su obra en la Fundación Carlos de Amberes.

Kertész estuvo en la Primera Mundial, convivió en aldeas de su Hungría natal con personajes básicos, incultos, miserables. Con todo, supo captar con su objetivo la imagen simpática del soldado escribiendo una carta a su familia, de los gitanillos desnudos y desgreñados que se besan y de la pareja de campesinos que espía un espectáculo de circo por una grieta entre dos maderas, para ahorrarse el dinero de la entrada. Me hizo sonreír con las fotos en las que inmortalizó el entrañable maridaje de niños y animales: el pequeñín acompañado de una cabra, la campesinita recostada con un montón de patos diminutos en su regazo. Son extraordinarias sus imágenes protagonizadas por objetos, que alcanzan un relieve y un significado excepcional. Un tenedor apoyado sobre un plato, unas gafas redondas en las manos de su dueño, nos hablan y expresan tanto como las miradas y las actitudes de sus modelos de carne y hueso. Su ojo avezado y sensible sabe extraer lo máximo del detalle. Bajo una fotografía en la que aparecen las manos cruzadas de una mujer mayor, manos cansadas de persona que las ha utilizado mucho para trabajar, el espectador encuentra el siguiente título: “Las manos de mi madre”. No es necesario explicar su impacto sentimental.

Pero de todas las fotos, elijo una no tanto por su calidad como porque el tema me toca muy especialmente. Es una de las más antiguas de la exposición, tomada en torno a 1914 si no recuerdo mal. En ella se ve a tres muchachitos desharrapados sentados en un poyete de piedra. El más afortunado lleva botas; los otros dos van descalzos, y los pantalones de todos son un muestrario de agujeros y manchas. Los tres están absortos en la contemplación de un libro que sostiene sobre sus rodillas el que está sentado en medio. El título de la fotografía lo dice todo: “El cuento de hadas”.


Uno se pregunta qué historia de las clásicas están devorando los ojos de los tres desaseados lectores; será Caperucita, será la Cenicienta, será Barba Azul. Historias viejas que han desfilado por delante de tantas miradas nuevas. Cada vez que contemplo esta fotografía me viene a la memoria algo que me pasó hace unos meses. Atiendo la biblioteca del instituto en los recreos, y es probablemente la que más me gusta de todas las actividades que desempeño en mi trabajo. Me encanta sobre todo cuando los lectores más jóvenes vienen a pedirme libros cuyo título y autor ignoran, y es una especie de juego de adivinanzas descubrir de qué obra se trata. A comienzos de este curso, se dirigió a mí un muchachito extranjero, de esos que se pelean denodadamente por aprender una lengua que nada tiene que ver con la suya, en una lucha que, me parece, nunca llegamos a valorar en toda su importancia. El caso fue que el alumno en cuestión, con su castellano precario y el desparpajo de sus pocos años, me dijo muy convencido que quería el libro ese del señor que era muy malo. Lo miré, conmovida. Quise decirle que, en su inocencia, tal vez aún ignoraba que la historia de la literatura –y la del ser humano en general- está repleta de individuos que responden a esa definición. En lugar de ello, le expliqué que no sabía a qué libro se refería y que necesitaba que me diera más datos. Con mucha vehemencia, me aclaró que era la historia esa del señor que era muy malo y nadie iba a su entierro. Y ya impacientándose por mi torpeza, añadió la frase clave: “Y entonces vienen los fantasmas”. Todo quedó claro de repente. Recordé que un compañero, profesor y tutor del exigente muchachito, había contado en clase el argumento del “Cuento de Navidad” de Charles Dickens. Y ahí estaba el resultado: al menos uno de los oyentes no podía vivir sin saber cómo terminaba la historia. Me levanté contenta a buscar el libro y lo apunté a nombre del joven lector; durante toda la maniobra, el chico animaba a varios alumnos que habían venido acompañándolo, de su misma talla y nivel de castellano, a que se llevaran algún libro también. Debía de parecerle maravilloso, eso de que le dieran algo sin pedirle nada a cambio.

El joven lector de Dickens se demoró tanto en devolver el libro prestado que tuve que ir a reclamárselo a clase. Tal vez no me entendió cuando le dije que existía algo llamado fecha de devolución. El caso es que lo tenía guardado en la mochila. Lo había llevado y traído todos los días de casa al instituto y viceversa. Supongo que no había llegado a leerlo, porque sus problemas con el castellano habrían sido una barrera imposible de franquear. Pero me gusta imaginármelo contemplando las ilustraciones, siguiendo los episodios de la vida del avaro Ebenezer Scrooge con la misma expresión absorta que los chiquillos de la fotografía de Kertész. Historias antiguas, miradas nuevas.

Comentarios

  1. ¡Qué entrada, Bea! Eres capaz de iluminar cualquier perspectiva. Desde la más oscura a la más luminosa. Pero no puedo leerla entera, se superpone el espacio para los comentarios al final y no me deja.

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  2. No era nada, puede leerse entera sin problema. Esta historia me ha recordado la película El lector, en un contexto muy distinto. El ansia por conocer una historia, por perderse en el placer de la lectura, aunque haya que enfrentarse a barreras muy difíciles de franquear.

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  3. Lo que una foto y un comentario pueden traer a la memoria ... La lectura ... Recuerdo perfectamente el día que aprendí a leer. Porque aprendía leer un día concreto. Soy el resultado de aquella aventura de acercamiento al aprendizaje a través del Catón. Me enseñaban la "a" y yo tenía que repetir, /a/. Luego la "b", y así sucesivamente. Luego pretendían que uniese esas grafías y entendiese lo que allí ponía. Me negué a aprender. Me castigaban en un rincón. El siguiente salto me coloca un día con un cuento en las manos, probablemente un libro de hadas de mi hermana. Y de repente entendí lo que allí ponía. Recuerdo mi risa y que dije a gritos: lo entiendo, aquí pone ...
    Mi historia a partir de allí fue un poco loca. Leía las novelas de vaqueros de mi abuelo, las de Corín Tellado de mis tías, hasta que llegó una persona a la familia que leía otras cosas y empezó a prestarme libros. Tenía las obras completas de diferentes autores que entonces publicaba Aguilar. Así que leí, uno despues de otro, todo lo publicado por Tagore, Van der Merch, y tantos otros en grandes tomos de letra minúscula. Recuerdo una frase que me repetían continuamente: ¿otra vez leyendo? Deberías estar ayudando a tu madre. Y así me convertí en lectora. Por eso, medio en broma medio en serio digo muchas veces ¡prohibámosles leer! así se convertirán en lectores.
    Esta sensación de necesitar leer para vivir no me abandona y creo que es común a muchas personas. La sensación de estar en una sala de espera sin nada que llevarse a los ojos se me hace insoportable. He leído carteles de todo tipo, etiquetas de cosméticos, cartas de restaurante, ... ¡Cuántos recuerdos me has despertado! gracias. Lola

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  4. Pues tu comentario, Lola, me ha traído también a mí muchos recuerdos. Yo no puedo, como tú, decir que me acuerdo del día en que aprendí a leer, pero sí atesoro imágenes y escenas (todos lo hacemos, supongo) que me encanta repasar, porque son el umbral de este mundo mágico, el de la lectura, en el que vivo sumida desde entonces. Pero sería muy largo contarlo aquí; creo que este asunto se merece su propia entrada. Gracias una vez más por servirme de inspiración.

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