EL ORDEN DEL ROMPECABEZAS
Cuando
en 1934 Francis Scott Fitzgerald publicó Suave
es la noche, se cerraba un complicado proceso de ocho años de escritura, de
dudas y rectificaciones, aderezado en el terreno personal por los problemas
derivados del alcohol, las estrecheces económicas y el deterioro mental de su
esposa, Zelda, diagnosticada de esquizofrenia. La novela apareció, además, en
el peor momento posible: en un país hundido por la crisis económica, una historia
que se abre con las brillantes y estrafalarias evoluciones de un grupo de
millonarios en la Riviera Francesa parecía, cuando menos, una broma inoportuna
y de dudoso gusto. La obra provocó, por tanto, indiferencia en el mejor de los
casos, y cosechó también un considerable número de reseñas negativas. Su autor,
que había triunfado tan joven con El gran
Gatsby y que tenía en su mano todos los elementos para la felicidad,
parecía condenado a no alcanzarla. Igual que Dick Diver, el personaje central
de Suave es la noche.
La
tarea del novelista se parece en mi opinión a la de un arquitecto que pretende
diseñar un edificio que se mantenga en pie durante el mayor tiempo posible. El
novelista debe alumbrar ideas, saber expresarlas, crear personajes, tener algo
que comunicar. Pero, aunque posea todas esas virtudes, su obra no se sostiene
si no coloca en el orden y la posición adecuados todas las piezas de ese
gigantesco rompecabezas. Circulan por la red infinitas versiones, adscritas a
literatos de variado pelaje, de una frase divertida y contundente que viene a
decir que, para escribir, sólo es necesario tener algo que contar y contarlo.
Yo añadiría: y saber en qué orden contarlo. Y sobre este asunto, precisamente,
me ha dado amplia materia de reflexión la novela de Scott Fitzgerald.
Uno
de los motivos de la incomprensión de sus contemporáneos hacia Suave es la noche se achacó a su
estructura. La novela está dividida en tres libros, el primero de los cuales
tiene como argumento las actividades de un grupo de británicos y
estadounidenses que se reúnen cerca de Cannes durante el verano, en una época ―década
de los veinte― en que el periodo estival era, curiosamente, la temporada baja
en la que la mayor parte de las instalaciones se encontraban cerradas. El
pintoresco grupo es presentado a través de los ojos de una recién llegada, una
joven que acaba de triunfar en el cine con su primera película y que no encaja
del todo en esa fauna excéntrica y despreocupada. A través de sus asombrados
ojos, conocemos a compositores que no producen una nota desde hace años, a
homosexuales que viven su condición sin más tapujos que los imprescindibles, a
escritores que conocen el éxito pero no el talento, a vividores que lo mismo
ejercen de playboys que de soldados mercenarios en conflictos ajenos. Europa
acaba de salir de una guerra y los ecos de su dolor se cuelan de vez en cuando
en las veladas, cenas y jornadas al sol de esta troupe disparatada y banal. En medio de tan rutilante panorama, se
encuentra la pareja que, según descubre pronto el lector, es el foco que centra
el interés narrativo del novelista: Nicole y Dick Diver, una mujer rica y su
marido, un psicoanalista que no ejerce su profesión. Esta primera parte del
libro es brillante y divertida y está bendecida, cómo no, por la espectacular
prosa de su autor. Si no fuera por ello, tal vez el lector abandonara, aburrido
y ligeramente irritado por tal despliegue de frivolidad. Entonces llega la
sorpresa.
El
segundo libro se abre con un flashback que
nos pone en antecedentes del pasado de la pareja protagonista. Y es entonces
cuando el lector descubre sobrecogido que esos seres afortunados, pletóricos de
belleza y encanto personal, son dos personajes frágiles marcados por la
enfermedad mental que padece ella y que él intenta curar. La impresión es
enorme: toda la existencia fácil y deslumbrante que hemos creído conocer en los
capítulos anteriores se desmorona ante nuestros ojos, como un escenario de
teatro cuando acaba una función. A partir de ahí, en la tercera parte del
libro, Fitzgerald se adentra con tacto exquisito en un terreno difícil y
resbaladizo, el retrato del deterioro de una pareja que se ha amado con
intensidad. Los desencantos, los grandes problemas y los pequeños detalles que
erosionan el día a día, jalonan esta crónica de la desintegración de un matrimonio
y de la pérdida de la felicidad que parecía garantizada.
A
la vista del fracaso de la novela, Malcolm Cowley, crítico y amigo de
Fitzgerald, publicó en 1951 una segunda versión siguiendo las notas de su
autor, ya fallecido. Su principal novedad es que en ella se recupera el orden
cronológico vulnerado por la versión original. Se disponen, por tanto, al
comienzo de la novela los capítulos en los que se narra el encuentro entre la
jovencísima Nicole, internada en una clínica por sus problemas mentales, y el
que será su marido, el doctor Diver. Es muy difícil juzgar esta posible
ordenación del material narrativo cuando mi primer contacto con la novela ha
sido a través de una disposición bien distinta, pero no puedo evitar pensar que
este intento de acercar la obra de Fitzgerald a lectores poco proclives a las
audacias espacio-temporales trae consigo la eliminación de uno de sus efectos
más impactantes.
Como
todas las obras complejas, basta consultar distintas fuentes para comprobar que
lectores muy cualificados ponen el acento, al hablar de ella, en aspectos bien
distintos. Novela sobre la caída de un hombre prometedor, o sobre el final del
amor, o sobre el profundo vacío que le queda a alguien que vive en función de los
otros, preocupado siempre por agradar: depende de la interpretación y
personalidad del que la lea. Para mí, Suave
es la noche tiene el interés de destapar los infiernos ocultos tras las
vidas aparentemente felices. Conocemos a los Diver bajo el deslumbrante sol de
la Riviera, y pensamos que son dos criaturas tocadas por el dedo de la fortuna.
Los contemplamos, fascinados y en cierta medida envidiosos. Y, cuando ya
estamos convencidos de su excepcionalidad, el autor abre ante nosotros la caja
del pasado y nos muestra el horror que se esconde tras tan rutilante fachada. Fitzgerald
fue muy sabio disponiendo como lo hizo las piezas de su rompecabezas, aunque en
su tiempo no supieran comprenderlo. Agradezco a la casualidad que,
desconociendo esta historia de versiones y reversiones, la suerte trajera a mis
manos una edición que conserva el sabio orden original.
Encontre tu blog por casualidad y es para mi un rincon en el que lo paso estupendamente con tus reflexiones, comentarios, y tu cariño por lo que haces. Gracias.
ResponderEliminarRespecto a la novela Suave es la Noche , la leí hace unos cinco años y todavía conservo el sabor agridulce que me produjo su lectura. Cuanto mas leía más percibía el drama que se esconde tras esas vidas aparentemente felices. El autor desde entonces es una de mis favoritos.
Saludos.Marga
Qué agradable es poner nombre a uno de esos visitantes anónimos que aparecen en forma de cifra en los contadores. Bienvenida, Marga. Será un placer saberte por este espacio y compartir contigo opiniones sobre literatura, arte y todos esos mágicos elementos que llenan nuestra vida de belleza.
EliminarUn saludo y -espero- hasta pronto.