Según
he podido comprobar, el juguetón e inquietante a partes iguales universo de
Lewis Carroll y su heroína Alicia produce reacciones muy variadas: hay quienes
se sienten atraídos por él de forma irrefrenable, quienes lo rechazan por su
componente oscuro y perturbador, quienes lo asocian al mundo de la infancia,
quienes defienden su complejidad intelectual, inaccesible a un lector de corta
edad. Y luego están los afortunados que poseen el don de convertirlo en fuente
de inspiración artística. En su línea de exposiciones de deslumbrante
presentación, la Fundación Canal ha reunido durante meses en Madrid las
creaciones plásticas de cuatro de estos artistas. De la mano de John Tenniel,
Marie Laurencin, Salvador Dalí y Max Ernst, los asistentes a la muestra han
podido seguir los principales episodios del periplo de Alicia por el
estrambótico mundo ideado para ella por Carroll. Y, a juzgar por las colas de
acceso y el agitado ambiente de las salas, doy fe de que hemos sido muchos los
que nos hemos dejado llevar por la tentación de seguir al Conejo Blanco en este
atractivo viaje que va desde las clásicas ilustraciones de Tenniel hasta la
vanguardista deconstrucción de Max Ernst.
El
fascinante contraste de visiones daría para un comentario mucho más largo que
el de esta breve reseña. Seleccionaré en esta ocasión las interpretaciones de
dos artistas vinculados a las vanguardias que dan resultados muy alejados entre
sí. Las xilografías realizadas en 1969 por Dalí para una edición de Alicia
en el país de las maravillas son probablemente el plato fuerte de la
exposición. Coloridas, sorprendentes, oníricas, muy de Dalí: el genio de
Cadaqués introduce toda su parafernalia personal en el mundo de Carroll y
consigue un resultado brillante y ególatra, como lo es siempre su obra. Así
sucede en el hipnótico grabado Una merienda de locos, en el que uno de
sus emblemáticos relojes blandos se transforma en la mesa donde se desarrolla
la particular ceremonia del té del Sombrerero y la Liebre de Marzo. Nexo de
unión entre las piezas que componen la serie es la sugerente figurita de una
joven que salta a la cuerda, representación de la protagonista y afectuosa
evocación de una de las tías del pintor, muerta en plena juventud cuando este
era niño.
Frente
al torrente imaginativo de Dalí, la pintora Marie Laurencin refleja con gracia
y elegancia la aventura de la osada Alicia en litografías como la que acompaña
estas líneas, que tiene como título un pasaje del final de la novela de
Carroll: “Despierta, Alicia”, dijo su hermana. Los grabados de
Laurencin, creados para una edición poco conocida realizada en 1930, son un
oasis de ternura en medio del extravagante desfile de orugas, gatos invisibles
y naipes animados. De hecho, la pintora selecciona momentos en los que
predomina el componente humano de la historia, o suaviza el elemento fantástico
hasta volverlo cotidiano. Su Alicia nada en el charco formado por sus propias
lágrimas como si se dejara mecer por las olas, o se relaciona de tú a tú con
una Reina de Corazones que parece más bien una niña disfrazada. Envuelta en la
suavidad de los tonos pastel típicos de esta artista, se despierta al fin en el
regazo de su hermana, de regreso de un viaje que, en este caso, no nos parece
demasiado amenazador, pero igualmente maravilloso.
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