CUADROS QUE NO PINTARÉ

Hace un frío repentino en Madrid. Entro en una cafetería. Es un local moderno, minimalista, limpio hasta la asepsia. Tiene una carta de cafés amplia y plagada de floridos vocablos. Comprendo de inmediato que la asepsia, la decoración minimalista y las floridas denominaciones de las bebidas van a derivar en una cuenta desmesurada, pero me resigno. Mi acompañante, de quien ha sido la idea de entrar, gruñe un poco ante la perspectiva, pero no propone buscar otro sitio. Hace mucho frío en el exterior y el barrio en el que nos encontramos, elegante y algo esnob, en un desierto en la mañana de sábado. 

Somos los únicos clientes, pero aun así, los sonrientes camareros tardan en preparar los cafés como si tuvieran que ir en busca de los granos a una hacienda cafetalera. Estamos sentados de cara a un ventanal, contemplando los primeros signos de vida en una calle que se despereza muy tarde. A nuestra espalda, una sinfonía de ruidos nos hace sospechar que los granos de café están siendo molidos en ese mismo instante. Mi acompañante tiene algo de prisa y vuelve a gruñir. Y, en esto, uno de los risueños camareros se acerca con una bandeja que deposita frente a nosotros. La miramos en silencio. Yo disculpo de inmediato la tardanza; mi compañero, no estoy tan segura. La disposición milimétrica de los objetos, la estudiada contraposición de los cubiertos, el dibujo hecho en la espuma de los cafés, me hacen sentir una inmediata gratitud, así como una cierta incomodidad ante la idea de destruir tan primoroso cuadro. Es algo similar a lo que siento cuando debo borrar una pizarra en la que algún alumno aventajado ha dado rienda suelta a su habilidad y a su pericia con el endeble instrumento de la tiza. Es lo que tiene el arte efímero. 

Con todo, lo que más me atrae del armonioso conjunto son los vasos de agua. Contribuye a ello la claridad que entra por la ventana y cae sobre ellos, creando un hermoso juego de reflejos en agua y cristal. Me viene de inmediato a la cabeza el recuerdo de uno de mis cuadros favoritos, Vaso de Isabel Quintanilla, un prodigio de captación de la belleza que reside en los detalles más sencillos. Siento un impetuoso deseo que me asalta con frecuencia: el de ser pintora. Aún más, siento el irrealizable deseo de ser pintora hiperrealista. Mi falta de pericia en ese sentido ―y la premura de la situación― me llevan a conformarme con hacer una foto con el móvil antes de que el delicado conjunto se deshaga. Lo conservaré como el testimonio (uno más) de los cuadros que me habría gustado pintar. Menos mal que Isabel Quintanilla y una larga lista de maestros como ella se han encargado de materializarlos en mi lugar. A mí solo me queda, y no es poco, contemplarlos con deleite y atesorarlos en el recuerdo.

El cuadro que no pintaré


Vaso de Isabel Quintanilla

Comentarios

  1. El gruñido es la base del progreso, el conformismo es la tumba de la imaginación.

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  2. Mi querido gruñón: me encanta esta teoría tuya sobre el progreso humano. Y no puedo por menos que darte la razón. Siempre he tenido la idea de que, si todos nuestros ancestros hubieran sido como yo, andaríamos aún sentados en torno a una hoguera, contándonos historias. Hace falta alguien profundamente gruñón (y, por ende, disconforme) para impulsar esta complicada maquinaria del progreso. Solo una cosa no te perdono: atribuir la muerte de la imaginación a los que, como yo, no reaccionan con tanta virulencia. La imaginación sirve, entre otras cosas, para crear realidades a las que evadirse cuando uno no puede cambiar aquella en la que le ha tocado vivir.

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