COMIENZOS

Cuando se abre la puerta del ascensor, descubro que este va ocupado por una adulta y una niña. Pregunto si hay espacio para mí y la mujer me responde afirmativamente. No es un exceso de prudencia o de cortesía por mi parte: toda la parte central del cubículo está ocupada por un objeto colocado en el centro mismo, como si fuera la pieza más importante de una exposición. Es una flamante mochila de color rosa dotada de ruedas y cubierta de adornos brillantes. A su propietaria se la nota algo fastidiada cuando tiene que retirarla de su posición central para hacerme un hueco. No me extraña en absoluto; es el primer día del nuevo curso y, en esos momentos, la mochila contiene para esa ilusionada colegiala cuanto hay de mayor interés en su pequeño mundo. 

Entablo un diálogo muy breve en los segundos que me brinda el tránsito hasta la planta baja. La madre me explica que su hija se incorpora a primaria y que está por ello muy nerviosa. Me solidarizo con su expectación: el cambio de etapa, la incertidumbre de los nuevos maestros y compañeros; poco me puede contar que yo no sepa. De fondo, en un monólogo paralelo a nuestra charla, la niña va lanzando al aire sus preocupaciones, sin esperar respuesta: ¿Va a estar con sus amigas? ¿Tendrá deberes el primer día? ¿Será la mochila con ruedas lo bastante grande como para dar cabida al aluvión de deberes que, sin duda, tendrá que afrontar en este nuevo curso? Y se queda mirando arrobada su brillante mochila rosa, a pesar de que las puertas del ascensor ya se han abierto. La madre le mete prisa y, para tranquilizarla, le dice que seguramente estará con Valeria. 

―Es que Valeria ya no me cae bien ―responde la niña tras unos instantes de reflexión. 

La madre se sorprende por la noticia. Valeria era, al parecer, una buena amiga el curso pasado. Sonrío ante la ignorancia de esta mujer, que no sabe que, tras los meses de vacaciones de un niño, el mundo ha dado por definición un vuelco total. Los veranos de la infancia son el mejor trasunto de la eternidad.

Me despido y aprieto el paso. Mientras salgo a la calle, me viene a la cabeza una escena similar que presencié otro comienzo de septiembre, en la casa en que vivía hace una década. También en este caso el ascensor que había llamado acudió a mí con dos personas en su interior, una madre y un niño muy pequeño. La situación que vivían era aún más emocionante, ya que se trataba del primer día de colegio del niño. Se habían acabado las mañanas de asueto, vivir apegado a la madre y campar a sus anchas por la casa durante la jornada laboral. Llegaban a cambio los madrugones, los horarios y las desazonantes relaciones con extraños. Llegaba, en definitiva, el mundo exterior. El pequeñajo no parecía nada conforme con semejante cambio e iba llorando a berrido limpio. Se moderó un tanto con mi presencia. Intenté tranquilizarlo y acabé en una animada conversación con la madre. En el tránsito hasta la planta baja ―eran ocho pisos― dio tiempo a que el niño se quedara en silencio y, eso creí yo, más calmado. En realidad, estaba tramando un astuto plan, que llevó a cabo con decisión apenas el ascensor llegó a su destino. Mientras su madre y yo nos tomábamos unos segundos, inmersas como estábamos en nuestra charla, el pequeño rebelde se puso de puntillas y, en un esforzado estiramiento de su diminuto cuerpo, intentó alcanzar el botón más alto del ascensor. Nunca olvidaré aquel gesto lleno de ímpetu y de ingenuidad: para el colegial que no quería serlo, bastaba con pulsar el botón que conducía a su piso para revertir un destino aciago. Una vez de vuelta en casa, nadie tendría poder para hacer que la abandonara de nuevo: ni su madre, ni los amenazadores maestros, ni los niños desconocidos. Guardo un tierno recuerdo de aquel debutante tan remiso que andará ahora por los trece años. Me gustan su decisión, su expeditiva forma de buscar soluciones y su firme propósito de seguir siendo niño el mayor tiempo posible, de posponer la irrupción de las normas y los horarios, las prisas y las responsabilidades. De aplazar, en definitiva, el comienzo de lo que habría de ser el resto de su vida.

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