LIBROS QUE ELIGIERON NO REGRESAR

En este 23 de abril en que imágenes, citas y menciones de libros sobrevuelan los medios de comunicación y las redes sociales, me acuerdo no de los habitantes actuales de mi biblioteca, sino de los que la han ido abandonando a lo largo de mis años de vida lectora. Ejemplares que han dejado un hueco en la estantería porque se han perdido, han sido prestados y no devueltos o se han deteriorado por variados motivos, con frecuencia por accidentes relacionados con niños pequeños, plantas y mascotas. A veces la desaparición de un libro es tan sutil que pasa inadvertida durante mucho tiempo; cuando se quiere echar mano de él, uno se encuentra solo con su ausencia y sin ninguna pista acerca de su paradero. Hoy quiero recordar algunos de los que han corrido esa suerte. 

Recuerdo una preciosa edición de tapa dura de Cien años de soledad del Círculo de Lectores, a través de la cual el gran Gabo desembarcó en la casa de mis padres hace ya medio siglo y por cuyas abigarradas páginas fuimos pasando nuestros asombrados ojos en oleadas sucesivas todos los miembros de la familia. Ese libro era algo tan enraizado en el panorama familiar, cuya presencia se daba tanto por sentada, que tardamos en darnos cuenta de su desaparición. Mis pesquisas e interrogatorios al respecto no dieron resultado alguno; nadie recordaba haberlo prestado, a nadie se le ocurría otro motivo para que no estuviera allí, como siempre había estado. Tuve que conformarme con buscarle un sustituto a través de un portal de venta de libros de segunda mano y ahora lo tengo en mi estantería, igual de antiguo pero bastante menos gastado que el original, como producto de un extraño proceso de rejuvenecimiento. Como un amigo de infancia con el que me hubiera reencontrado y que aparentara de repente varias décadas menos que yo. Este libro que, sospecho, ha sido leído muy poco, me suscita algo de inquietud: tiene un cierto aire de impostor. 

Recuerdo también una edición muy sencilla de Rayuela de Julio Cortázar que me compré cuando era jovencita. Era uno de esos libros que se vendían en los quioscos y que formaban parte de colecciones con títulos tajantes y pomposos: las cien, o mil, o tropecientas mejores novelas del siglo, de la literatura mundial o de la historia, según las ambiciones del editor. Este ejemplar tenía las cubiertas combadas de tanto soportar entusiastas lecturas y estaba subrayado hasta la extenuación. Era el libro en que descubrí a Horacio Oliveira y a la Maga y no recuerdo habérselo prestado a nadie; sin embargo, cuando me puse a buscarlo con la intención de releerlo, no fui capaz de dar con su paradero. Tirando de fantasía, puedo pensar en la injerencia de un mago al estilo del cervantino Frestón, quien, según creía don Quijote, era el responsable del robo de su biblioteca cuando esta fue expurgada por sus amigos el cura y el barbero. Mi mago es algo más modesto y selectivo, pero sin duda siente hacia mí una gran animosidad, dado que acierta al elegir libros por los que tengo un especial aprecio. La otra opción que se me ocurre es que estos libros a la fuga decidieron empezar una nueva vida en otra biblioteca, en otro salón o despacho, en manos de un lector desconocido. Decidieron, en definitiva, no regresar. 

Recuerdo, en fin, un libro muy curioso, la crónica realizada por Arthur Conan Doyle sobre unas niñas que, a comienzos del siglo XX, hicieron públicas unas fotografías en las que aparecían en compañía de seres mágicos. El libro se titula El misterio de las hadas y, junto al texto de Doyle, incluye las encantadoras e ingenuas imágenes de las supuestas presencias sobrenaturales que, contra todo pronóstico, el padre de Sherlock Holmes consideró auténticas y en las que creyó a pies juntillas. Sigo teniendo un ejemplar de este libro en mi biblioteca, pero no es el que compré hace ya un par de décadas. Este último se lo presté a una niña que me lo pidió con auténtico fervor. Confío en que aún lo tenga en su poder. Se trataba de una personita muy especial, la hija de una querida pareja de cómicos que habitaban en una casa construida por ellos mismos en un molino de agua. Nunca reclamé este préstamo; consideré que el delicioso acto de fe de Doyle estaría en un sitio más acorde a las orillas de un río, donde las criaturas feéricas, en caso de existir, camparían a sus anchas. Este libro a la fuga no eligió su destino; fui yo quien decidió que no regresara. Había encontrado, aún lo creo así, un sitio mejor para vivir.  

Comentarios

  1. La niña, Doyle, yo y, seguro que tú también creemos en las hadas, eso sí, no aparecen en cualquier lugar ni, por supuesto se aparecen a cualquiera ¿o no?

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  2. Ya sabes que, dentro de mi general descreimiento, las hadas son las únicas criaturas ajenas al mundo corpóreo en las que estoy dispuesta a creer. Supongo que esa inclinación personal mía me hace especialmente receptiva a sus posibles apariciones. Realmente creo que, si no existen, se merecerían existir.

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