LOS QUE YA NO LEEN

Entre las múltiples posibilidades de recompensa de ultratumba, me atrae de forma especial la visión de Jorge Luis Borges del paraíso como una enorme biblioteca. Es un consuelo para los lectores pertinaces, en especial para los de cierta edad, concebir el más allá como una continuación de ese hábito de devorar libros que se hace más urgente con los años, a partir del momento ―me parece que se llama madurez― en que uno toma conciencia de que no le queda tiempo suficiente en el mundo de los vivos para leer todo lo que le gustaría. Ese momento en que las estanterías de las bibliotecas y los escaparates de las librerías se convierten en un expresivo aviso de la insuficiencia de nuestra vida mortal, en que produce angustia pensar, como creo que en alguna ocasión afirmó el maestro Borges, que tal vez el mejor libro jamás escrito no haya sido escrito todavía. 

Nos esté esperando o no esa posibilidad al otro lado, lo que es evidente es la orfandad en la que nos dejan los buenos lectores que nos abandonan. Me gusta imaginarlos flotando en una marea de palabras que los mecen y los emocionan eternamente, o tal vez instalados físicamente en el centro de una biblioteca circular, en una especie de seno materno tapizado de papel, pero esa fantasía es un parco consuelo para el momento en que el descubrimiento de un libro maravilloso, la necesidad perentoria de compartir una reflexión o pensamiento, se chocan con el muro de la ausencia. Ese lector querido se fue sin conocer esta historia que nos emociona, sin disfrutar estas palabras que nos sacuden por dentro, sin conectar con un autor cuya existencia ignorábamos y que de pronto se ha vuelto imprescindible. 

Yo a menudo comento mis lecturas con alguien que ya no está. Mi imaginación, siempre proclive a invadir mis recuerdos y a jugarme malas pasadas, me confunde algunas veces: ¿tal libro que tanto me gustó, llegó a leerlo esa persona querida o se trata de una invención mía? No me esfuerzo demasiado en disipar la duda; me gusta pensar que, al menos en ese sentido, la barrera de la muerte se atenúa, y que nuestra vida lectora común se extiende sin interrupciones a uno y a otro lado, en una deliciosa continuidad que se prolongará hasta que yo deslice la mirada sobre mi última línea. Sé lo que la apasionaría y lo que le produciría un moderado interés, lo que la sumiría en el desconcierto y lo que le despertaría una irrefrenable curiosidad. De vez en cuando, elijo a un autor que le gustaba ―tal vez le siga gustando― especialmente, en un pequeño homenaje lector. Se me ocurre ahora plantearme si, cuando yo me haya ido, alguien se molestará en mantener conmigo un diálogo semejante. Es una forma de consuelo laica, sin paraísos ni premios de ultratumba: los que ya no están quizá no se encuentren en el más allá con una biblioteca, pero lo que está claro es que siguen leyendo a través de nosotros.

Comentarios

  1. Si la gente leyera más, quisiera morirse aprendiendo o soñando vidas que se gestan entre las páginas de un libro, no viviríamos tanta mediocridad, tanta crueldad y falta de ética básica.

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  2. Pues créeme que llevo varios días dándole vueltas a tu comentario y sin saber bien qué responderte. Te contaré una anécdota que se me ha venido a la cabeza y que tal vez conozcas: Napoleón era un ferviente admirador de Goethe y llevaba consigo un ejemplar de "Werther" en las campañas militares. Lo puedo imaginar en una pausa entre batalla y batalla, entre carnicería y carnicería, mientras avasallaba a media Europa a base de fuerza y pérdida de vidas humanas, leyendo con emoción algún pasaje del hermoso y delicado texto de Goethe. No es una imagen que me agrade, la verdad. Confirma mi temor de que la lectura y la curiosidad por saber no van unidas a la ética. De lo que estoy segura es de que mi mundo es mejor gracias a los libros. Sobre qué puede hacer que el mundo en general sea mejor, no tengo ni idea. Será que en los agitados tiempos que corren es fácil inclinarse hacia el desánimo.

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