MOMENTO MOZART

Salgo del instituto en un rato libre a hacer un recado y a tomarme un café. Cuatro años después de mi traslado y tras casi veinte de trabajar en un entorno rural, me sigue asombrando abandonar las aulas y encontrarme de inmediato sumida en el ajetreo del barrio de  Malasaña. Hay gente que camina apresurada, hay un constante ir y venir de coches por la calle San Bernardo, hay motoristas intrépidos que se cuelan en huecos que no parecen en principio adecuados a sus dimensiones, hay sufridos ciclistas a los que admiro de corazón y por los que también sufro un poco. Hay ―no podría ser de otra manera― una obra que no se termina nunca y que corta la acera, con el consiguiente quebranto en ese engranaje siempre a punto de colapsar que es el tráfico humano y de vehículos en esta ciudad de nuestros pesares. Hay ruido, prisas y contaminación. Pese a ello, amo trabajar en este entorno. Soy una irremediable urbanita.

Mientras espero para cruzar San Bernardo y tomar la calle del Pez, me sorprende un sonido inesperado en medio de la sinfonía de motores. Es una voz purísima que viene de lo alto y que juguetea con unos agudos inverosímiles. Procede de una de las aulas de la Escuela Superior de Canto, el monumental edificio que hace esquina y desde cuyas ventanas, abiertas por imperativo de la pandemia, se escapan desde hace meses los ejercicios vocales de los aspirantes a convertirse en primeras figuras del bel canto, en una curiosa banda sonora superpuesta a los ruidos urbanos. Pero lo que oigo en esta ocasión es distinto a lo habitual. La estudiante cuya voz me ha sorprendido no acomete simples escalas, ni se equivoca y vuelve a empezar, ni roza las notas, ni desafina, sino que canta con increíbles soltura y perfección. La pieza que interpreta es inconfundible: el aria de la Reina de la Noche de La flauta mágica de Mozart. Detenida en el semáforo, la escucho con sorpresa, dudando si el ruidoso entorno estará disimulando los defectos de la interpretación o si estaré teniendo el privilegio de asistir a un ensayo de la alumna más aventajada de su promoción.

Cruzo la calle y, sin pensarlo, me meto en una cafetería que se abre en la esquina frontera a la de la escuela. Tiene los ventanales abiertos de par en par y desde mi mesa, mientras me tomo un café, sigo disfrutando de esta Reina de la Noche a la que no puedo ver, pero a la que disfruto imaginando con distintos rostros y atavíos. Es una alumna aplicada, qué duda cabe: cuando termina la pieza, la vuelve a acometer sin apenas tiempo para respirar, con idénticos brío y precisión. Estoy perdida en la música y en mis ensoñaciones cuando oigo una voz de mujer a mi espalda. Es una clienta que se ha acercado a la barra y está hablando con la camarera.

―Qué bien está cantando ―dice con admiración.

La camarera le explica que el sonido llega con tanta intensidad porque es obligatorio tener las ventanas abiertas, tanto en la escuela como en el bar. Casi parece estar disculpándose por una molestia inevitable.

―Sí, sí ―la interrumpe la clienta―. Pero es que canta muy bien. Y esto que canta es muy conocido. Es…, es…

Se interrumpe y se queda pensativa. Desde lo alto, la voz de la Reina de la Noche novel sube y baja, sube y baja, acometiendo cada vez agudos más inaccesibles para una garganta humana. Me pregunto cuántos transeúntes más estarán reconociendo o intentando localizar el nombre de la pieza y de su autor. Me parece que el ajetreo urbano se ha interrumpido por un momento. La sombra de Mozart planea sobre las calles de la ciudad.

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