PERRO CON BOZAL

Todos los viernes por la tarde atravieso la plaza del Callao. Allí me encuentro con una escena que me hace siempre aminorar el paso, por mucha prisa que lleve. Alrededor de una docena de encantadoras parejas, dispuestas en círculo, ocupan el centro de la plaza. Cada una de esas parejas está formada por un voluntario de una protectora de animales y un perro en adopción.

Como acabo de decir, es igual que lleve prisa: me las arreglo para que ese tramo de mi camino dure tanto o más que el resto. Nunca me detengo del todo (supongo que por temor a caer en las redes de una de esas tiernas miradas caninas que me conmueven), pero trazo una trayectoria errática, voy y vengo, rodeo la plaza entera mientras observo. De esta forma soy testigo de actitudes variadas, de relaciones entre perros y humanos, de providenciales encuentros entre animales en busca de familia y posibles adoptantes. Veo a un galgo tumbado de lado en el suelo, estirado en toda la longitud de su largo cuerpo, descansando con elegante indiferencia. Un cachorro mestizo da saltos y cabriolas; otro de pelos tiesos, como un adolescente despeinado, da tirones de la correa y demuestra con su actitud inquieta que adoptarlo será todo menos aburrido. Una niña de corta edad se ha tumbado en el suelo y parece dialogar sesudamente con un perro que recibe sus atenciones en perfecta inmovilidad. Por encima de ellos, el voluntario y la madre de la niña sostienen una charla paralela. Un candidato a adopción con trazas de perro salchicha se lanza sin dudarlo, moviendo el rabo, hacia una chica que mira su móvil sentada en un escalón. Se inicia así un tierno intercambio de caricias. Está perdida, pienso. Me alegro por los dos. 

Llega un momento en que el círculo pierde su forma original, se achata o alarga, se rompe cuando sus integrantes irrumpen en el centro mismo de la plaza, como planetas rebeldes que se alejan de su órbita. Algo apartado se queda un perro blanco y fuerte de hocico cuadrado, uno de esos animales cuyo aspecto disuade del acercamiento a los no muy avezados en el trato con los canes. Supongo que dicha impresión inicial se difuminaría pronto de no ser por un aderezo que la subraya de forma terminante: el perro lleva puesto un bozal. No puedo evitar observarlo con sorpresa. Hasta ahora, todas las veces que he coincidido con este maravilloso tinglado en pro de la adopción, he jugado a elegir cuál de los candidatos me llevaría a casa y me ha parecido una decisión imposible: uno tenía gracia, otro un enternecedor aire de desvalimiento, otro parecía muy listo, el de más allá era tierno como un oso de trapo. Es la primera vez que veo un perro al que puedo afirmar sin lugar a dudas que no adoptaría. El descubrimiento me entristece, no por mí, que tengo dos gatos y vivo en una casa pequeña, por lo cual soy una adoptante hipotética, sino porque pienso que semejante pensamiento asaltará a la mayor parte de los que pasen por allí y se encuentren con ese candidato tan difícil de colocar.

Durante el resto de mi camino voy dándole vueltas a la imagen del perro solitario con el hocico atrapado en el bozal. Llega un momento en que mi pensamiento se aleja de la tristeza y la preocupación por su destino y me pregunto qué pasaría si en los humanos existieran señales semejantes, si las personas agresivas que muerden a sus congéneres con la violencia de sus palabras se vieran obligadas a deambular por la calle luciendo un aparatoso bozal. ¿No nos libraríamos de esta forma de muchos trances desagradables, no andaríamos prevenidos, y por tanto más seguros, en las relaciones con nuestros semejantes? ¿No nos ahorraríamos algún que otro mordisco? Observar el tropel humano que me rodea en el centro de Madrid me hace volver de mi fantasía. Veo de refilón algún rostro cargado de ira, más de un gesto torcido; recibo un empujón y ninguna disculpa, oigo risotadas que no denotan alegría. Hay actitudes humanas que son elocuentes como bozales.

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