OASIS
Llevo más de una semana encerrada en casa como consecuencia de una inesperada lesión. Un confinamiento más dentro de este año lunático de encierros encadenados, de restricciones dentro de restricciones. La realidad se está comportando como un círculo que se va cerrando poco a poco. Ahora es el más cercano de estos círculos, mi propio cuerpo, el que se repliega sobre sí mismo.
Cuando el horizonte vital se reduce de esta forma, cuando la vista se pasea incansable por encima de las mismas paredes durante horas, la imaginación se pone a trabajar. También la memoria. Desde el encierro, cobran extraordinaria resonancia las actividades que se realizaron por última vez, quién sabe durante cuánto tiempo. Me acuerdo con especial insistencia de una exposición de fotografía que visité hace dos fines de semana. Su título es Arcadia arábiga; en ella se exhiben fotografías realizadas por Jordi Esteva en varios oasis de Egipto y en Socotra, una isla perdida del océano Índico, donde transcurre una de las mágicas aventuras de Simbad el marino.
Parte del recuerdo placentero que tengo de esta exposición se deriva de las circunstancias de la visita, en una Casa Árabe desierta, un domingo en que todo Madrid disfrutaba del sol en las calles para compensar el cierre perimetral que impedía cruzar los límites de la región. Frente a los gritos de felicidad de los niños y las carreras de los atletas por los senderos de El Retiro, la Casa Árabe era toda ella un oasis de silencio y recogimiento. En su interior, otros oasis se desplegaron frente a mi vista. Vi a los habitantes del desierto disfrutando de un inesperado vergel en medio de un mar de arena; a las mujeres que cocían pan en hornos ancestrales; a jóvenes sonrientes retratados en la entrañable compañía de sus burros; a un jeque de expresión iluminada, alzando la mano hacia el lo alto en el interior de su cueva, en un intento de acercamiento entre la piedra y el cielo. Contemplé la extraordinaria imagen de un paseante adentrándose impertérrito en una tormenta de arena que borraba los contornos del paisaje y los envolvía con una pátina suave e indefinida, en una ilusión de humedad. Vi a un grupo de hombres sentados en torno a una hoguera, unidos por la camaradería y por el placer de contar y oír historias. El silencio del entorno se confabuló con la tranquilidad emanada de las imágenes: yo estaba realmente en un oasis, en un paraíso perdido, a miles de kilómetros del tráfago urbano que me esperaba tras la puerta.
En este refugio en que me hallo por mis circunstancias actuales, al margen de los requerimientos y premuras del mundo exterior, tengo tiempo para evocar las imágenes de la hermosa Arcadia fotografiada por Jordi Esteva. Acuden a mi memoria sus habitantes tranquilos, de expresiones cordiales o recelosas frente al objetivo; sus costumbres y mecanismos arcaicos, inmóviles a lo largo de los siglos; pero también el sonido de mis pasos y mi voz amortiguada en las salas desiertas y acogedoras de la Casa Árabe. Les doy vueltas una y otra vez en mi memoria a estos recuerdos, encerrada como estoy en mi propio oasis, en este año de paréntesis, de interrupciones, de puntos suspensivos.
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