UN DESTELLO ÉPICO

Una se pasa la primera quincena del curso hablándoles a sus alumnos de literatura de héroes y semidioses, del guerrero Gilgamesh y del príncipe Rama, del troyano Héctor y de Aquiles el Divino, y he aquí que, al abrir la ventana del salón para ventilar, se da de bruces con la épica.

No es la primera vez que me sucede. Siendo bastante jovencita, me asomé somnolienta al balcón una mañana y descubrí con asombro al que parecía ser un héroe de brillante casco que se elevaba mágicamente hacia mí. Tardé unos segundos ―los que me costó despertarme del todo― en comprender que era un bombero que subía izado por el brazo extensible de su coche. Al parecer, él y su equipo habían sido avisados para entrar en una vivienda vacía en la que estaba el origen de una importante fuga de agua. No encontrando una manera mejor de acceder, se disponían a hacerlo a través del balcón más cercano: el mío. En mi desconcierto, no llegué a averiguar por qué el brazo no se había izado para depositar al audaz bombero directamente en el balcón de la casa afectada. Tampoco pude comprender cómo yo no me había percatado de los timbrazos con los que, según supe luego, se me pidió previamente paso a través de mi apartamento. Me gusta creer que esa conjunción de circunstancias extrañas fueron una confabulación para hacerme vivir el primer momento épico de mi existencia.

Hace escasos minutos, he vivido una reedición de aquella anécdota lejana. Al descorrer las cortinas del salón, me he encontrado con un auditorio de viandantes agolpados en la acera de enfrente, con la mirada vuelta hacia lo alto y fija en un punto que durante unos segundos ―terrible momento― me ha parecido que coincidía con mi persona. Al poco, ha llegado el alivio: los curiosos tenían los ojos clavados en el balcón de mi vecino, al pie del cual un nutrido grupo de policías hacían elocuentes gestos de preocupación. Al parecer ―lo he sabido luego, una vez más― la marquesina de madera que lo cubre tiene una firmeza más que dudosa. Entonces un coche de bomberos se ha materializado como salido de la nada y ha enfilado raudo mi calle. Varios hombres altos se han bajado ágilmente de este sucedáneo del caballo de Troya y todo ha vuelto a ocurrir de nuevo, décadas después: el tipo aguerrido que se calza sus arreos, el brazo metálico que se extiende como un animal mítico, el casco refulgente bajo el sol de la tarde, el héroe que asciende hacia su misión. Creedme si os digo que un torrente de hexámetros dactílicos se ha desplomado sobre mí. Desde mi puesto de privilegio en las alturas, me he acordado de Áyax y Odiseo, de San Jorge y Sigfrido yendo al encuentro del dragón, de Beowulf enfrentándose a Grendel. Me he unido a la voz de Homero para pedirle a la Musa que cante la cólera de Aquiles. Me he sentido Andrómeda cuando, atada en la roca y a merced del monstruo marino, vio venir a Perseo cabalgando sobre el alado Pegaso. Ferviente partidaria de la lírica como soy, he de rendirme en momentos como este al hechizo de la épica.

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